Sunday, August 26, 2012

Detrás de la puerta

Clic.
El sonido fue lejano, casi tímido. Lo suficiente para ignorar. Si no se hubiera repetido casi de inmediato. Con un hermanito que lo acompañara.
Clic-clic.
La pareja fue suficiente para hacerme subir la cabeza. No había sido mi imaginación, ni era el sofá en el que estaba sentado. Cuando sonó una tercera vez --clic clic-- también supe que no era la computadora.
Era la puerta.
Vivía solo, y Andrea no se había quedado esa noche --era difícil defender una tesis de posgrado si pasabas la noche tirando como un demente luego de beber y agarrar una nota. Como la necesidad de masturbación crónica había desaparecido desde que la conocí, y mi regla sobre drogarme es que nunca lo hago solo, esa noche sólo estábamos mi laptop, el ron, las ideas que pudiera encontrar en él y yo. A las tres de la mañana, el cuento que estaba escribiendo ya estaba mostrando piernas y hacía sus primeros intentos por correr.
Clic, clic.
No había prendido la luz cuando oscureció. Otros me dicen que me estoy descoñetando los ojos por escribir a media luz, pero cómo hago, así veo mejor las palabras. Sólo necesitaba la luz de mi fiel Assus para crear la gran obra que me pondría al nivel de Chekov, les decía. Si no me internacionalizaba, me conformaba con Sánchez Rugeles. Ya quisiera yo. Pero esa costumbre hacia que desde la calle, mi apartamentico se veía bien solo, o bien dormido. Ideal para que un amigo de lo ajeno que decidiera salir a trabajar se viera tentado.
¿De verdad será aquí?, pensé, mientras la incipiente rasca que estaba desarrollando se esfumaba para despertar el resto de mis sentidos. A lo mejor es al lado...
Como para responderme, oí las voces.
--¿Qué tanto, pues?
--Cállate la jeta, guón, que te van a oír.
Y la duda se alejó a galope. Eran dos. Dos malandros. A la entrada de mi casa. Y estaban tratando de entrar a robarme.
Los primeros rasguños de miedo se instalaron en mis brazos, y cada pelo que tenía del cuello para abajo se paró en atención, mientras la adrenalina recorrió mi cuerpo gritando peligro a cada una de mis células. Mi primer instinto fue levantarme y despertar a todo el edificio --carajo, a todo El Valle-- a gritos. ¡Ladrones, ladrones, policía! ¡Par de coñuemadres tratando de robarme! ¡Socorro! Si lo ves ahora, eso habría sido lo sensato: los tipos iban a correr, nunca te iban a ver la cara, no se iban a meter en tu casa, y te vas a cambiar los interiores por la cagada que te echaste y te acuestas a dormir. Listo, hazlo, huevón, empieza a gritar.
Excepto que no me podía levantar. Excepto que no podía gritar. No podía despegar los ojos de la puerta. El miedo me había envuelto como una sábana de piedra y no me salían los movimientos. La luz de la Assus imagino reflejaba la cara de un niño con grandes lentes, su cara un rictus de pánico. Cuando entraran --carajo, te lo dije, sonó la voz de Andrea en mi cabeza, te dije que compraras la Multilock para esa puerta-- a lo mejor iban a salir corriendo al ver que perdieron el elemento sorpresa. Pero yo medía un metro sesenta y cinco y pesaba sesenta y ocho kilos, setenta si se me mojaba la ropa. Tenía el pelo largo como un hippie desfasado, una chiva negra con algunas canas alrededor de la boca. En ese momento sólo tenía unos desteñidos boxers de Star Wars que me habían regalado hace otra vida. Lo que menos inspiraba yo era miedo. Los tipos me iban a ver y, si no corrían, lo más probable es que se cagaran ellos de la risa, me cayeran a palos (y no de la mejor manera), se llevaran las pocas cosas que tenía, Assus incluida, y me dejaran allí amoreteado. Peor, si tenían pistolas.
Pensar eso no me asustó más. La verdad es que me arrechó. Pensé en todas las veces que me habían sometido en la escuela por ser el chamo que no jugaba fútbol, que no podía hacer una plancha, que los únicos amigos que tenía eran igual de gallos que él. Que vivía con la cara hundida en un libro, que dirigía al periódico del colegio, que siempre era el favorito de las maestras. Qué importa que siempre estaba dispuesto a ayudar, excepto a los que hacían problemas en clase o se querían copiar. Ya no me la quería calar más. Estos carajos no me iban a someter. No en mi propia casa, no después que ya era un hombre hecho y derecho que había tirado con al menos cinco mujeres distintas y había agarrado quién sabe cuántas rascas en las cinco principales playas del país. Tengo un libro por publicar, hay gente que me escucha y que me lee, y el gran coño de tu madre, hay gente que me respeta. Esta es MI casa carajo. Y no me vas a venir tú a joder, malandro ‘e mierda.
Fue como si sonara una trompeta de carga en mi cabeza (definitivo, veo demasiadas comiquitas). Con mucho cuidado, quité la Assus de mis piernas, la coloqué en el sofá y la cerré lentamente. El “clic” de su tapa fue un poco más fuerte de lo que pensé, y me detuve un instante para asegurarme que el par de antisociales a mi puerta seguían pensando que el apartamento estaba solo o con gente durmiendo. Al no ver ningún ruido más que otro clic de mi cerradura --¿cuánto lleva abrir una puerta, pues?--, me moví de nuevo y busqué a tientas el celular en el brazo del sofá. Cuando lo encontré, lo usé como linterna para caminar, prácticamente de puntillas, hacia el cuarto, parándome una vez para comprobar que no habían logrado entrar. Sí escuché sus voces una vez, pero no entendí qué dijeron. Tampoco iban a hablar a todo gañote. Eran profesionales serios. Pajúos.
Entré al cuarto, con una cama que aún tenía las evidencias del cuerpo de Andrea haciendo maromas encima de ella y de mí hace seis horas. Le di rápidas pero muy sinceras gracias a Dios porque ella decidiera no pasar la noche hoy, aunque mi enamorado corazón y mi hambriento pene opinaran lo contrario. Caminé hacia mi lado de la cama --técnicamente ambos lados eran míos, pero cuando Andrea se quedaba siempre dormía del lado derecho-- y al fin el extraño instinto que tuve cuando compré este apartamento en El Valle hace ya dos años tuvo sentido, cuando vi el bate de béisbol descartado entre la basura que los vecinos de los papás de Andrea y decidí agarrarlo.
¿Ya dije que nunca fui muy ducho en los deportes? Jamás jugué “chapita” cuando chamo; lo más cercano que llegaba a jugar béisbol como tal era en el Intellivision en aquel entonces, el Playstation de los panas ahora. Le iba a los Medias Rojas allá y a los Tiburones acá, pero creo que era más para terminar un motivo de joder y beber en octubre. ¿Al estadio? Jamás. ¿Ir a casa a ver un partido? Mis panas eran más de fútbol. El punto, nunca bateé una pelota en mi vida.
Pero no se necesitaba permiso para portar armas para tener un bate en tu casa.
Estaba recostado entre la pared y la mesita de noche, desde el día que lo traje. Si fuera más creyente diría que Dios me convenció de agarrarlo. Despacito y con cuidado, cambié el celular a la mano izquierda y agarré el bate con la derecha. Rojas al bate, con dos en base...
Dejé el celular sobre la cama y agarré el bate con las dos manos. Lo blandí como una espada y caminé en la oscuridad hacia la entrada otra vez. Había empezado a sudar de lo lindo; sentí el viejo tape eléctrico que cubría el mango del bate medio resbalarse. Mi arrechera inicial no había disminuido, pero los nervios tampoco. ¿En quién coño crees que te convertirse, m’ijo?, me pregunté. ¿En Batman con complejo de Omar Visquel? ¿Y cómo es eso que hecho el pendejo sabes quién es Omar Visquel?
Evalué rápidamente cómo podría hacer. La puerta abría hacia adentro, obvio, así que podría quedar atrapado contra la pared. De frente ni de vaina; blanco fácil si cargaban pistolas, e iba a asumir que sí tenían. Mejor pensar que Murphy quería jugar esta noche y su famosa ley podía ejercerse por completo. ¿Del otro lado? Igual lo iban a ver en lo que entraran, de hecho más rápido lo iban a ver.
--Bueno chamo, ¿to’a la vida?-- dijo una de las voces al otro lado de mi puerta--. Ya pa’ estas alturas me fuera conseguío un pobre güevón pa’ quita’le el Blaberri.
--¿Te vas a callar la jeta o qué, coño?--, contestó la otra en un siseo itritado--. ¡Ya casi pue! ¡Cállate que nos van a oí, becerro!
Y de repente... clic clac. Clac. El doble cerrojo pasó. La puerta estaba sin seguro. Y no tenía cadena. El pánico estiró los dedos otra vez, pero me los sacudí como mejor pude. Chamo, lo que ibas a hacer, hazlo YA, pensé. Y la segunda voz confirmó mi segundo mayor temor.
--Ah, vite, qué te dije. Entra tú primero y prepara el hierro que no quiero sorpresa.
--‘So tá listo.
Al menos uno tenía pistola.
El gran coño de la madre.
Nada, papá. Ya te montaste en el burro. Hay que empezar a arriar.
Un minúsculo hilito de luz nació del lado izquierdo de mi campo visual. Me moví a mi derecha y levanté el bate sobre la cabeza. Unga bunga, dijo mi mente afiebrada. Yo siempre tan cómico. Si me matan, quiero a Bobby Comedia en el funeral. No sé cómo.
Algo angosto y negro entró por la altura del cerrojo, y sabía que era la pistola. Una automática, si todas las películas y CSI servían de algo. Lo siguió un brazo cubierto de un suéter negro, seguro con capucha. Cada músculo en mi cuero pedía que le soltara el bate sobre la mano, que tumbaría la pistola y se iban a ir corriendo. Una parte demencial de mi cerebro se rehusaba a dejarlos ir tan fácil. No, había que joderlos. Me obligué a esperar, pero no sin antes ligar que entraran a su derecha, lejos de donde me vieran.
Y así lo hicieron. El primero entró casi por completo, y en efecto el suéter tenía capucha, así que no le pude ver la cara. Pero el olor a calle, a sudor, a malandraje sí me llegó. El segundo tenía su mano sobre el hombro de su pana, y no tenía suéter.
--¿Qué se dice?-- dijo la voz de afuera. El primero ya estaba todo adentro.
--No se ve nadita-- respondió--. Vamos callados que--
No lo dejé terminar. Acumulé todo el tiempo que tenía sin estar en una pelea, toda la frustración del bachillerato --coño, eso nunca me lo traté con la terapista--, toda arrechera por vainas que no había logrado en mis manos, y la descargué toda en un solo batazo en la parte de arriba de su cabeza. Sonó como si le hubiera dado a una patilla. El tipo cayó como un saco, inconsciente, o al menos eso esperaba yo.
Antes que el otro pudiera reaccionar, me lancé contra la puerta y le atrapé el brazo. A la mierda con el cuidado, cuando te quiebran un brazo (mierda, ¿se lo llegué a quebrar?) tú gritas. Y el malandro gritó. Trataba de zafarse, pero por el ancho del brazo no era mucho más grande que yo. Me afinqué más, y el malandrito gritó otra vez, y entre insultos a mi mamá, mi abuela y cualquier mujer que hubiera ayudado a parirme, lo escuché que empezó a llorar, tal vez de arrechera, tal vez de frustración, tal vez de miedo, diciendo que lo soltara ahora o de verdad me iba a joder. Por un instante la lástima quiso venir; sentí cómo la empujé a un lado. ¿Tú no te la dabas de arrecho, carajito? Ahora sufre.
A estas alturas empecé a escuchar cómo el edificio cobraba vida. La señora Peña de al lado fue la primera que gritó angustiada que qué pasó. Alguien de arriba, podría ser el señor Cassini, bramó que se callaran, que eran las tres de la mañana. Alguien le contestó italiano pajúo, que algo pasó. Pedro, el vecino de enfrente, abrió la puerta. Antes que contestara le grité con todas mis fuerzas: “¡PEDRO! ¡POLICÍA! ¡YA! ¡QUE ESTOS COÑEMADRES QUISIERON METERSE EN MI CASA!” Escuché la puerta de Pedro cerrarse mientras el edificio entero se despertó, lo que parecían miles de voces ansiosas por saber qué pasó.
Prendí la luz para ver qué había hecho. En efecto el otro estaba en el piso inmóvil. Había caído con la cara hacia el otro lado de mi visión, así que no le veía qué le había hecho, pero vi lo que parecía sangre en el suelo cerca de su cabeza. El brazo que tenía atrapado ya tenía un pequeño tinte azul. Su dueño no había dejado de pedir que lo soltara, pero ya no se oía amenazante, sino suplicante. Capaz era un niño. En un solo movimiento, le agarré el brazo con la mano derecha mientras giré sobre mí mismo para soltarle la presión --a la vez que le apreté el brazo. Otro grito de dolor, y esta vez colapsó de rodillas.
Al abrirse la puerta, vi que no era un niño, pero igual era como quince años menor que yo. Y sí, estaba llorando, y sí, era porque estaba asustado. “Señor”, me dijo, “señor, po favo, me paltió el brazo, coño... Yo me voy, yo me voy y uté no me ve más, pero déjeme, que tengo a mi amá enfelma... Si me encanan yo me muero señó... y se muere ella.... Señó po favó...”
Por un brevísimo instante, pensé en descargarle el bate en la jeta. Hace un instante me ibas a robar, mariquito, pensé en decirle. Pero ahora como te jodí a ti y a tu pana sí andas todo cagao, ¿no? Como el de Emilio Lovera, el malandro cagao. ¿Tas cagao? ¿Tas cagao, mariquito?
En vez de eso, lo miré a los ojos y le puse el bate en la cara, lentamente. Y muy, muy despacio, le solté el brazo. “Párate”, le dije. Trabajosamente, me hizo caso. Pensé en amenazarlo si volvía. Pero esa mentira no me salió. Me acordé más bien de lo que me dijo un Disip cuando adolescente, en plena recluta, cuando vio que yo no servía ni para barrendero en un cuartel.
--Cuento tres y no te vi--, le dije--. Uno.
Ni me dejó llegar a dos. Bajó corriendo la escalera, agarrándose el brazo lastimado. Ni sé cómo iba a salir del edificio. Supongo que dejaron la puerta abierta. Me volteé a ver al que estaba en el suelo. Supongo que tenía que amarrarlo o algo mientras la policía llegara. Y sabes, antes que despertara, me quitara el bate, me abriera el cráneo como un melón maduro y arrancara, dejándome muerto y sintiéndome como un pajúo. No en ese orden.
Clic.
Una extensión me serviría. Debía haber una en la cocina. Claro, estaba la posibilidad que despertara mientras estaba allá adentro. O peor, que se estuviera haciendo el desmayado o el muerto y me iba a agarrar la pierna mientras le pasaba encima. Podía salir, dejarlo encerrado, pero podía escoñetarme el apartamento y--
Clic clic.
--habían cosas que--
Eso no fue mi imaginación, pensé.
Levanté la cabeza de la Assus hacia la oscuridad de mi apartamento. Llevaba escribiendo por al menos cuatro horas sin parar. El reloj en la pantalla me decía que eran las tres de la mañana. Mojón.
Como respuesta, escuché el sonido claramente. Clic, clic. No era verdad. Me había metido tanto en la historia que la mente estaba proyectando el sonido. Mentira que en serio quieren meterse en mi casa. MENTIRA.
El universo estaba telepático, por lo visto. Porque de afuera de mi puerta llegó otra vez la respuesta.
--Púrate pue.
--Chito, pues, déjame trabajar.
Un miedo muy real se apoderó de mí. Esto no era joda. Esto era de verdad. Sí, sí vivía solo en un apartamento en El Valle. Sí, era escritor, flaquito y peludo. Sí, sí había un bate de béisbol en mi cuarto. Sí, en serio alguien trató de meterse en mi casa mientras yo estaba sentado en mi sofá escribiendo.
Pero en la vida real, en Caracas al menos, los que se la dan de héroes terminan muertos.
Puse la Assus a un lado y me levanté de un brinco. Y bramé con todas mis fuerzas: “¡¿USTEDES ME VAN A ROBAR A MÍ?! ¡YA LOS OÍ, PAR DE COÑOS DE MADRE! ¡YA LLAMÉ A LA POLICÍA! ¡SE ME VAN DE ESTA MIERDA! ¡FUERA! ¡FUERA! ¡¡¡FUERAAAA!!!”
Oí a uno de los dos malandritos mascullar “¡Mierda!” mientras se tropezaron uno sobre el otro. “¡Arranca, arranca!”, le oí al otro, a lo que siguieron los ruidos de una desordenada huida. Oí voces alrededor del edificio despertándose asustados por mis gritos. Cassini abrió su puerta y dijo que me iba a demandar, que eran las tres de la mañana. Pedro abrió la suya, gritó si estaba bien. “¡Sí!”, le contesté. “¡Un par de malandros que trataron de entrar! ¡Llama a la policía, por fa, que no tengo saldo!”
Pedro cerró la puerta e imagino procedió a hacer lo que le pedí. Para cuando llegara la policía, si es que llegaba, los dos malandritos iban a estar bien lejos. Prendí la luz, caminé a la cocina y agarré una cerveza de la nevera, a ver si me bajaba la adrenalina. Me senté de nuevo en el sofá, cerré los ojos y tomé un largo trago. Respiré profundo, lo solté y abrí los ojos. La Assus estaba sobre la mesa-colchón que usaba para apoyarla de mis piernas. La abrí y leí otra vez lo que había escrito. Cuando lo había empezado, me parecía que tenía mucho potencial. Ahora no estaba tan convencido. No cuando la realidad me había encontrado imitándola y me demostró cómo eran las cosas en realidad.
Pensé en Andrea. Compartíamos gustos musicales, de cine y hasta un punto de libros (ella era más abierta en sus escogencias para leer, yo era más exigente). Pero lo que más compartíamos era una extraña afinidad el uno por el otro. Yo no sé si ella era “la que es”, pero ya a los 30 años uno tiene que pensar en esas cosas. Y lo que pasó esta noche me hizo pensar si yo era capaz de representarla de verdad si su vida llegara a correr peligro. Si ella estaba aquí no iba a estar escribiendo en la sala a oscuras; iba a estar durmiendo. Íbamos. No creo que iba a escuchar que estaban tratando de abrir la puerta. ¿Qué iba a hacer si hubieran entrado y Andrea estaba allí? ¿La iba a poder proteger?
Si conozco a Andrea, me estaría formando un peo por estar pensando así. Pero no estaba. Y me di cuenta que la extrañaba. Mucho.
Guardé el documento --quién sabe, a lo mejor sí estaba para salvarse-- y cerré la Assus. Apagué la luz de la sala y me fui al cuarto, el primer empujoncito de la cerveza al mundo de Morfeo haciendo su trabajo. Me metí en las sábanas y miré al techo. Iba a empezar a rezar el acostumbrado Padre Nuestro antes de dormir, cuando otra urgencia de escribir me entró. Estiré la mano para buscar a tientas el Blackberry en la mesa de noche, y abrí el WhatsApp. Busqué el número de Andrea y le escribí:
Hoy me di cuan agradecido estoy que el mundo se haya detenido y nos hayamos encontrado. Que mi mundo gire es sólo porque tú estás ahí para empujarme. Te amo. Disculpa si no lo digo a menudo.
Lo envié, pero no creí que fuera suficiente. Escribí otro.
Si te contara lo que pasó, pensarías que me fumé la bolsita entera o me bajé la botella completa. Y que a lo mejor por eso ando sentimental. Primera parte falsa, segunda sólo parcialmente cierta. Deja que te cuente. ¿Qué tal si vienes a desayunar? Ah de paso, ¡buenos días! :-)
Ahora sí. Le di las gracias a Eugenio Montejo por la inspiración, y dejé el Blackberry otra vez en la mesa de noche. Cerré los ojos, recé un Padre Nuestro, y me dormí. Y el mundo siguió girando.