Thursday, September 07, 2006

Reencuentro (I)

Flotando. Livianito. En las nubes. Cualquier cosa cursi, insértela aquí. Alberto no hallaba suficientes epítetos para calificar como se sentía en ese momento. "Bien" no lo cubría. Era como un escarpín en el pie del increíble Hulk. Simplemente, se sentía como el niño que había sido hace quince años.

Cuando se había enamorado por primera vez.

Y ahora lo estaba de nuevo.

Y de Helena, por todos los santos... de quien nunca se lo hubiera esperado.

Ellos habían sido amigos desde la universidad. Hasta habían logrado trabajar en el mismo sitio, por casualidades de la vida. Y durante todo ese tiempo, había visto a Helena como una hermana menor (bueno ni tan menor), como alguien en quien podría decirle lo que fuera. Eso probó útil cuando Alicia, la que había sido el gran amor de su vida, por la que él consideraba un antes y un después, lo había dejado, por razones que aún no comprendía.

Y que ahora no le importaban.

De hecho, ni las estaba pensando.

Alicia y Alberto terminaron hace dos años, y en ese momento, él creía que le habían arrancado un testículo. Y Helena había estado allí todo el tiempo, pendiente de él. Nunca lo buscó, nunca se le insinuó; fue la perfecta amiga. Y pasaron cuatro meses, y Alberto se empezó a sentir mejor. Y pasaron seis meses, y sintió que algo cambió entre Helena y él. No; fue como si algo se despertara entre ellos, que tenía todos los cinco años de amistad dormido. Y pasaron nueve meses, y vino el primer beso. Y el segundo. Y el tercero. Y el vigésimo. Y pasaron dos años desde que él y Alicia habían terminado, y... esto.

Alberto acababa de dejar a Helena en su casa de Palo Verde. No era precisamente una zona para quedarse en el carro despidiéndose, pero ninguno de los dos tenía demasiados deseos de dejar la compañía del otro. "¿Para qué te tienes que ir?", preguntó él, suspirando en medio de los besos. "¿Para qué me traes, malo?", le contestó ella en falso reproche. Rieron, y se besaron una vez más. Y sólo entonces Helena se bajó del carro.

Eran las dos de la mañana de un viernes, unos días después de la quincena de agosto. Había gente en la calle, celebrando vacaciones y el dinero. Pero Alberto lo único que quería era llegar a su casa y dormir plácidamente, como no lo había hecho en dos años. Sería una de dos sequías que habrían de terminar esa noche. Alberto no era un tipo que se buscara a cualquiera para "matar necesidades". Por consiguiente, sí, había tenido dos años de sequía casi completa -- si no incluíamos las visitas de tía Manuela, ayudadas por las fotos de ciertos catálogos y anuncios.

Alberto se avergonzó de pensar en eso, aunque sabía que era bien natural. Además, esas memorias no habían sido necesarias esa noche, ¿verdad?

Algo se le agitó en la entrepierna, y sabía que no iba a conciliar el sueño en un rato. Estaba como un niño. Muchacho güevón, contrólate, tienes veintiocho años, pensó. Eso pareció aliviar la tensión en sus pantalones. Pero decidió que manejaría sin rumbo por un rato. De modo que se metió en Las Mercedes, nada más porque sabía que igual iba a ver gente.

Y gente había: en una de las calles por las que se metió había una cola de carros típicamente caraqueña, y muchachos de veintitantos años deambulando en la acera, algunos más allá que de acá por alcohol, droga, cansancio, o todas tres. Alberto siempre había tenido una extraña fascinación por observar a la gente, por razones que aún no entendía por qué. De modo que empezó a fijarse en los deambulantes, por ninguna razón en particular. Total, estaba en una cola, de alguna forma tenía que matar el tiempo.

Un muchacho moreno alto, con el pelo parado en pinchos, con una chama de largos cabellos negros y un bronceado que Dios se lo guarde. Caminando juntos, agarrados de la mano, pero las tensas miradas decían que esa noche no iba a terminar bien.

Pasaron al lado de una muchacha alta, sentada en el piso con la cara entre las piernas, vestida totalmente de negro. Su pelo rubio caía sobre sus hombros ayudando a ocultar más la cara. Por el movimiento de lso hombros parecía estar llorando. Estaba sola y la gente la evitaba. Pobre, pensó Alberto.

Un grupo de cuatro muchachas, cada una en competencia a ver cuál estaba menos vestida, y más prendida. Alberto apostaba que una pequeña pero bien dotada pelirroja se llevaría ambos premios. Cantaban alegremente un reggaeton. Miserable música, Alberto pensó con fingido desdén.

Un grupo de tres chamos que todos estaban igualmente prendidos. Uno gritó a las chicas: "¡De las cuatro marías, la que voltee es míaaaaa!" Los otros tres lo que hicieron fue reírse. Y más cuando las cuatro muchachas levantaron su brazo derecho, y al unísono el dedo medio de las manos. Alberto rió por lo bajo.

Una pareja que...

Alberto se olvidó de la pareja que se comía a besos en un rincón, en evidente preparativo para el hotel más cercano. De hecho, se olvidó de casi todo lo que le había pasado esa noche.

No.

Mentira.

La rubia alta había alzado la cabeza, y en efecto había estado llorando. Desde hacía rato por lo visto; tenía los ojos hinchados. El hecho de que tenía una enorme marca roja debajo de su ojo izquierdo no la ayudaba. Pero eso no fue lo que impresionó a Alberto.

Era Alicia.

Wednesday, July 19, 2006

La cita, segunda parte

Si puedes por q no te traes una botellita de vino? Me da cosa agarrar las de ak, como es mi papá con ellas.

Héctor simplemente sonreía. Ya a estas alturas se sentía, no como el gato que se tragó al canario, sino a la pajarera completa. ¿Alcohol? ¿Solos? ¿En SU casa? ¡Sí va!

Seguro corazón. Deja que pase por el Prolicor.

Marjorie le respondió que OK, dale, y Héctor prendió la radio. Willie Colón le cantó: "Yo no quiero molestarte, perdona la necedad...", y Héctor se le unió, sintiéndose muy bien consigo mismo, pensando que la noche no podría seguir mejor: "Pero mi cielo... algunas veces necesito que me des segurida-a-ad.."

-o-o-o-


El mensaje que había recibido era preocupante. Se había formado una imagen, quizá ingenua, y esto la tumbaba completa. Pero era una fuente confiable. Tendría que llegar al fondo.

-o-o-o-


Llegó al Prolicor de La California unos minutos después, pensando en todo lo que le había aprendido sobre vino, que la verdad era bien poco. ¿Rojo? ¿Rosado? ¿Blanco? Coño, hubiera preguntado qué prefería. Pero bueno, macho que se respeta adivina lo que quiere la mujer. Busquemos.

Cuando se bajó del carro, Héctor casualmente volteó al carro de al lado. Había una morenaza sentada en el asiento del copiloto, con una cara de ladillada única. Capaz iba con el novio a verlo jugar dominó, o algo así. Héctor se apiadó de ella y a la vez supuso que cualquier mujer que saldría con él estaría en las mismas. Claro, él lo compensaba con realmente atender a sus novias, ¡pero por Dios, estamos hablando de un juego de dominó!

La morena volteó hacia donde estaba él, y vio que la miraba. Héctor se hizo el loco un segundo, pero por el rabillo del ojo vio que la chica no había vuelto a voltear. La miró y ella desvió la mirada, apenada. ¡Ajá! ¡Nos hemos ganado una admiradora más, men! ¡Héctor Andrade fan club!, dijo la voz de Zeus en su cabeza. Héctor decidió probar su suerte sólo un poquito, y dio lo que esperaba pareciera una tímida sonrisa cuando la niña volteó hacia él otra vez, tratando desesperadamente de parecer casual. Pero la sonrisa que le devolvió era de una timidez auténtica... pero no era una sonrisa casual.

—¿Se te perdió una igual, men?

El novio, por supuesto. No era moreno, sino más bien catire, y parecía el propio trol. Era más bajo que Héctor, pero era el doble de ancho. No se había afeitado como en una semana, y llevaba una botella de Ye Monks en la mano y las llaves del carro en la otra, la cual había cerrado en un puño. Héctor no perdió el tiempo en parecer ofendido, sino que se hizo el sorprendido, como si estuviera volviendo de pensamientos profundos. — ¿Perdón?

—Que me parece que estabas mirando mucho a mi geva, cabrón. ¿O era el carro?

Héctor miró al carro, miró a la morena (que convenientemente miró hacia adelante), y miró al trol. Sonrió su mejor sonrisa tipo "chispas señor no sabía lo que hacía". —Coye, viejo, de verdad disculpa. Me quedé pegado pensando una vaina, y no había visto que había una señorita ocupada en el carro de adelante. Entiendo tu arrechera, pero tranquilo. Cero malas intenciones.

El trol lo miró de arriba a abajo, decidiendo si la botella de whisky chimbo que había comprado era lo bastante barata para rompérsela a Héctor en el cráneo. Por suerte para Héctor, el tipo debía ser tan agarrado como lento. —'Cho cuidao con una vaina—, gruñó, y se volteó y se montó en el carro.

Héctor se dirigió a comprar su botella, pero no pudo resistir voltear a ver al trol con su novia la morena salir del estacionamiento. El carro retrocedió, y giró a la izquierda para salir. Y Héctor se infló por dentro cuando vio que la morena lo estaba mirando, discretamente.

Definitivamente, los güevones más grandes tienen a las mejores gevas, pensó. Y luego, pensando en Marjorie, añadió. Bueno... con una excepción.

-o-o-o-


Mientras llegaba a su destino, la angustia se apoderaba de su corazón como un león agarra un conejo. Ya se había desilusionado antes; no podría tolerar algo así de nuevo. Pero ya era hora de que dejara de convertirse en la víctima.

Esta vez al menos sería verdugo.

-o-o-o-


El momento de la verdad había llegado. Héctor no podía creer que sentía mariposas en el estómago. Eso tiene que ser buena señal. Estaba tan emocionado que la botella de vino casi se le cae. Pero a pesar de saberse vulnerable, Héctor se sentía de muy buen humor. Total, Marjorie no tendría por qué darse cuenta de lo... ansioso que estaba.

A menos que mirara para abajo, claro.

Marjorie vivía en una casa relativamente grande, de lo más americana ella, con un jardincito en frente y un caminito hasta la puerta. Héctor respiró profundo, y caminó hasta la puerta. Coño, lo que me faltan son las flores y los bombones, pensó, y eso lo relajó un poco. La presión en sus pantalones no se relajó, sin embargo. Sólo esperaba que no se le notara. Con una sonrisa de Hollywood, llegó y tocó la puerta.

— ¡Voy!— gritó Marjorie desde adentro. Héctor casi sudaba en anticipación, pero se mantenía calmado. Total, ni que fuera la primera vez. Cuántas veces no se lanzaba a casa de Liliana cuando sus papás no estaban y sus hermanos se iban de farra. Hasta cuando estaban, de hecho — los chamos eran panas.

Pensar en Liliana le dio un momentáneo respingo. Se lo sacudió rapidito.

Y Marjorie abrió la puerta. Tenía un mono de lana ajustado puesto, y una franela corta que mostraba parte de su vientre. Héctor no recordaba haberle tenido tantas ganas a una mujer en su vida, pero hizo un acopio por mantener una sonrisa elegante. Y la saludó cortés, casi indiferentemente. —Hooola, cariño, tanto tiempo.

—Hola tú, chico, estás igualito—, respondió ella, sonriendo su sonrisa repleta de frenillos. ¿Qué tienen las mujeres con aparatos que tanto lo enloquecen? ¿O es ÉSTA mujer con aparatos nada más? —Pasa, y ponte cómodo. ¿Quieres que sirva el vino ahorita?

—Como tú quieras, corazón—, contestó, entrando mientras le daba la botella de vino. La casa era muy clásica, espaciosa. Marjorie fue a la cocina, alegando que para qué esperar, si ya estaba fría. Tenían un televisor grande en la sala, y Héctor vio la película que Marjorie había alquilado. Amor en Juego, con Drew Barrymore y otro huevón que no conocía. Comedia romántica. Oh yes. Otra buena señal.

—Dame dos segundos y estoy allá—-, le dijo ella desde la cocina.

— ¿Te ayudo con la botella?—, preguntó Héctor. Todo un caballero.

Pop. El sonido de un corcho destapado. —Tarde piaste, pajarito—, dijo ella, burlonamente.

—Oh, excuse me—, contestó él, en el mismo tono burlón. El inquilino de sus pantalones protestaba. Quieto, nene, que ya vas a comer, pensó en su propia voz. Zeus y él eran panas, pero su relación no había llegado al punto en que él iba a permitirle hablar con su pene.

Marjorie entró cargando una hielera con la botella adentro y le pasó una copa vacía, y Héctor la tomó junto con la hielera. Se sentaron un ratico en el sofá mientras ella servía. Brindaron mirándose a los ojos. Héctor no iba a poder mantener la fachada de caballero suave por mucho tiempo más. Así que abrió conversación. — ¿Y eso tan raro que me llamaste?

—Me perdonas: te escribí, no te llamé.

—Está bien, pues, me escribiste.

—Te encantaría que te dijera que me moría por verte, ¿verdad?

— La frase pasó por mi cabeza, sí—, con una sonrisa pícara para acentuar.

Marjorie tomó de su copa viéndolo por encima del borde. Unos inspirados ojos color miel que le estaban diciendo a Héctor todo lo que él quería oír. —Pues no, no era eso. Simplemente... te quería ver.

— ¿Que no es lo mismo?

—En lo absoluto, señorito. Morirse por ver a alguien es llorar en las esquinas, chillando tu nombre. Yo simplemente tenía deseos de verte. De hecho, se acaba la botella, se acaba la película, se acaba la visita, ¿me oíste?

—Cónchale... y yo con una maleta en el carro... me hubieras dicho.

—Cónchale... qué mala verdad.

—Cónchale.

Se rieron. Un momento de silencio. Y se quedaron mirando. ¿Tan rápido? Héctor lo intentó. Se acercó tentativamente. Cuando ella no se echó para atrás, Héctor llegó completo, pero el beso fue corto pero suave. El inquilino ya chillaba por su libertad. Pero Héctor tenía demasiadas ganas, había esperado demasiado tiempo, como para arruinarlo. Iba a esperar, aunque sus pantalones estallaran.

—Eres un abusador—, dijo ella, pero sonreía mientras lo dijo.

—Uy. Sí, lo soy. Pégame pues—, dijo él, y se volteó para mostrarle sus nalgas. Ella sonrió más.

—Dame un segundo que voy al baño. ¿Por qué no vas poniendo la película?

-o-o-o-


Sabía que era el momento, pero no sabía si podía hacerlo. Pero cuando llegó, también supo que le habían dicho la verdad.

Los guantes salen, junto con las garras.

Al ataque.

-o-o-o-


—Dale, seguro— dijo él.

Marjorie se paró y se dirigió adentro. ¿Y si la sigues, papa? ¿Sales de esa vaina?, dijo Zeus, pero Héctor lo ignoró. Tampoco iba a ser cual cavernícola.

—Ah por cierto—dijo ella—, pedí una pizza hace rato. Si llega ahorita, ¿abres la puerta por fa?

—Cónchale, yo pensaba dejar al tipo afuera—, dijo, mientras prendía el televisor y buscaba cómo operar el DVD.

—Bobo— se oyó la respuesta.

Y en ese momento, como si lo hubiera invocado, sonó el timbre. Héctor esperaba que fuera una sola pizza; tenía hambre, pero comer mucho le bajaba la lujuria. Un pecado capital a la vez, por favor.

Siguiendo su costumbre, Héctor sacó mil bolívares de la cartera y los metió en el bolsillo para darle al pizzero. A lo mejor podrían criticar cómo trataba a las mujeres, pero nunca sería mal cliente.

Héctor fue directo, pensó en pedir la llave, y luego la vio pegada a la puerta. La pasó, y abrió la puerta con una sonrisa de gerente magnánimo que quedó congelada en su cara.

Erika estaba parada en el portal.

Erika.

E-RI-KA.

No hubo tiempo de moverse, esconderse, volver a cerrar la puerta, no hubo tiempo de hacer nada más que pararse ahí y verse como un idiota. Nunca, en la historia de la humanidad, había sido alguien descubierto con los pantalones abajo de manera más evidente, clara y sin forma de refutarlo. Simplemente, estaba jodido. Bien jodido.

-o-o-o-


Después que Héctor la llamó, Erika se disponía a desvestirse, triste de que no lo iba a ver, pero resignada. No conocía lo suficiente de él, pero le había demostrado lo suficiente como para confiar en él. No que a ella le costara mucho; siempre había sido de naturaleza confiada. Así que se había desvestido e instalado a ver televisión, mientras esperaba que Héctor le avisara que llegó a su casa. Cuando le llegó un mensaje, brincó, segura que era él. Pero era de Marjorie, una chama que había conocido en la uni que le juraba que conocía a Héctor. Y aunque era bien pana, el día que le dijo que Héctor la había estado rondando fue cuando empezó a evitarla. Se rehusaba a creer que Héctor era esa clase de hombre. Hasta que esa noche, Marjorie le preguntó si quería averiguar esa clase. Erika estaba aterrada, pero dijo que estaba bien, si acaso para demostrar lo equivocada que ella estaba. Marjorie le dijo que fuera a su casa en media hora, más o menos. Ella le avisaba.

Erika se vistió con un suéter y un blue jean y esperó. Cuando Marjorie le dijo para salir, lo hizo. Cuando llegó y vio el carro de Héctor, juró dos cosas: no iba a llorar, y era la última vez que le verían la cara de idiota.

Al menos por esa noche, la dulce Erika desapareció.

-o-o-o-


Tenía un suéter puesto, pero Erika estaba temblando. Y era una noche calurosa. Héctor vio que temblaba, pero de la rabia. Nunca pensó ver tal odio en un rostro normalmente tan dulce. Y menos pensó en ver tanto odio dirigido hacia él. ¿Ahora sí no tienes nada que decir, huevonzón?, le reprochó a Zeus en su cabeza. Pero Zeus estaba callado. Completamente en shock.

—Te odio—, susurró Erika.

—Ah por cierto— dijo una voz detrás de él. Héctor volteó lentamente (si volteaba demasiado rápido, iba a salir corriendo a matarla), y vio que Marjorie se había cambiado a una bata y, hasta donde él pudiera ver, nada más, si acaso la ropita interior que Héctor ahora sabía que nunca le quitaría él mismo. Jamás sospechó que podría detestar de tal manera a una mujer que hace cinco minutos había deseado de esa manera. Y la odiaba no tanto por la situación en que lo había puesto, sino porque a pesar de todo la admiraba. Lo había jodido de la mejor y más completa manera. Tenía que admitirlo.


Nunca lo admitiría en su cara, claro está.


— ¿Te conté que Erika y yo estudiamos en la misma uni? Es increíble la paja que puede llegar a hablarse en un baño de damas. Imagínate cuando me enteré que ustedes estaban saliendo juntos. Y chico... justo cuando estábamos saliendo tú y yo. Malo, malo.

Héctor apretaba la puerta. Tenía que haber una forma de salir de esta vaina sin que se le cayera el pene para siempre. Volteó a Erika. Respiró profundo. Abrió la boca.


— ¿Te vas a atrever a hablarme, poco hombre?


Héctor cerró la boca otra vez. Pero lo intentó una vez más. —Erika...


Craso error.


No recibió una cachetada. Erika le dio un gancho izquierdo muy poco femenino. No fue tanto lo duro, pero el anillo que cargaba le dio una cortada pequeña pero profunda. Fue tal la sorpresa que Héctor no volteó la cara otra vez, y cayó en una rodilla. La humillación se mezcló con la más absoluta arrechera. Ahora si miraba a Erika la mataría a ella también.

— ¡MALDITO! ¡POCO HOMBRE! ¡DESGRACIADOOO!— le gritó Erika. Héctor sólo respiraba, esperando el segundo. Pero cuando Erika empezó a llorar (rompiendo el primero de dos juramentos, aunque Héctor no lo sabía), también corrió a su carro, se montó y se alejó. Sólo entonces Héctor se atrevió a pararse.

Marjorie seguía parada en el pasillo. Estaba evidentemente aguantándose la risa, y la furia de Héctor subió otro escaño. Pensó que ahora la podría ver sin matarla, aunque el deseo estuviera. Se le plantó delante, respirando pesado.

—Chamo, qué ganas—, dijo ella.

—Eres...una... PERRA de MIERDA— dijo Héctor. Nunca había insultado así a una mujer en su vida. Bueno, nunca había odiado a una mujer así en su vida, tampoco.

Pero Marjorie como si nada. Su sonrisa se veía muy sincera. La mirada en los ojos era de gran triunfo. —Uy pero qué grosero, Hectorcito. Mejor te vas a casita y te lavas la boquita, ¿sí?


Aún sin poder creer que este demonio vestido de mujer lo había jodido de tal manera, Héctor le dedicó una larga mirada de odio. Quizá si la volviera a ver, le pasaría el carro encima. Pero por ahora debía admitir derrota completa. Se dirigió a su carro, y justo cuando llegó a él Marjorie lo llamó desde una ventana que estaba al lado de la puerta. No quería voltearse, pues sabía que sería otra sorna, pero a estas alturas, ¿qué más le quedaba?

Cuando se volteó, en efecto era otra sorna, pero nunca pensó que Marjorie llegaría a eso. Se había abierto la bata, mostrando su diminuta ropa interior. Los pantalones de Héctor se volvieron a hinchar, y se odió por ello.

—La próxima vez, piensa con una sola cabecita, cariño, que ésa es la que cuenta. Que pases buenas noches, y aprende—, le dijo Marjorie. Y cerrando la ventana, se metió a la casa. Héctor no la ha vuelto a ver.


Chaaaamo... te jodieron feo...., le dijo Zeus en su cabeza.


—Cállate la jeta, maricón de mierda—, gruñó Héctor en voz alta. La verdad es que ya no quería oír a Zeus, ni en su cabeza, ni en persona. Mientras pudiera, esta desgracia no iba a salir a luz pública.


Tardó una hora en llegar a su casa, dando vueltas por Caracas, tratando de calmarse. Cuando llegó a su casa, su madre no salió a recibirle, como era su costumbre. Eso le extrañó.

— ¿Mamá?

—En el cuarto, mijo— le respondió.


Su madre estaba acostada en la cama viendo TV. Tenía una cara que a la vez confortaba y alarmaba a Héctor. Su mirada le mandaba olas de ternura reconfortante, pero a la vez su sonrisa pícara no le agradaba del todo.

—Buena varilla que te echaron las chamas, ¿no?


Héctor se quedó helado. — ¿Y tú como sa...?


—Marjorie me acaba de llamar, pidiendo disculpas por el trauma que acaba de dejarle a mi muchachito, como dijo ella.


La voy a matar, pensó Héctor, sabiendo que no sería así.

—Espero que después de esta, te des cuenta que no todas las mujeres están tan dispuestas a ser aventurita de una noche contigo, hijo.


Héctor no lo podía creer. Él quizá era malvado, pero Marjorie había llegado a maquiavélica. ¡Involucrar a su propia madre! Era simplemente increíble.


—Me voy a dormir, mamá. Mañana tengo cosas que hacer.

Aún sin dejar de sonreír, la señora Rojas, viuda desde hace diez años, con una hija casada desde hace tres y un hijo de veinticuatro delante de ella madurando ante sus ojos, le contestó: —Claro, mi amor. Descansa. Que Dios te bendiga.


Acostado en su cama, Héctor le daba vueltas a toda su noche. Se daba cuenta que ahora tenía dos opciones: podía superar su humillación, volver a la vida que estaba viviendo antes de hoy, teniendo más cuidado con quién salía, o podía empezar a portarse bien como lo medio hacía con Liliana. En eso, le llegó un mensaje. Era Zeus.


Que paso, diablo??? Estas en pleno mete y saca con la gva, o ya puedes contar al pana???


Héctor leyó el mensaje. Vio el celular con calma. Pensó en qué escribir. Y esto fue lo que salió:


Hola Liliana. Despierta?

La cita, primera parte (o por qué se debe pensar con una sola cabeza)

Héctor salió del baño silbando alegremente. Su madre lo vio pasar por el pasillo y levantó una ceja en suspicacia. Cará con estos muchachos, pensó. Dos meses que está soltero y ya se está entusiasmando. Sonrió y siguió viendo televisión.

Mientras tanto, Héctor procedió a vestirse. En efecto, estaba entusiasmado, pero no era por las razones que su madre pensaba. Sí, estaba por salir con una muchacha a la que le tenía el ojo puesto desde hace rato. Sí, le agradaba saber que podía salir sin pensar en Liliana, sin que le remordiera la conciencia. Pero de ahí a que estaba entusiasmada con Erika, como para algo más que aquello... Héctor lo que pretendía era mostrarle una buena noche a Erika. De ser posible, que fuera para él más que para ella.

La verdad era que la relación con Liliana lo había terminado por agotar emocionalmente. Casi un año de semi fidelidad, padres, cariños y todo eso, agotan a un hombre. En el último mes, ya se había convencido de que ya no quería a Liliana. O por lo menos, ya no quería estar con ella. Así que comenzó a distanciarse. Fingió no ver los ojitos tristones de Liliana cuando le decía que no podía salir. Se hacía de oídos sordos ante las indirectas que le lanzaba cuando hablaban. Finalmente, cuando salió una noche y le presentaron a Marjorie, decidió que lo más decente era terminar con ella. Una vez más, fingió que no le dolieron las lágrimas que Liliana botó ese día.

Así que salió con Marjorie una vez. Química casi instantánea, pero la chama le metió un freno tal que todavía se ven las marcas de cauchos sobre sus partes privadas. Me gustas burda, Hectorcito, le dijo, pero yo jamás he besado en una primera cita. Mucho menos acostarme. Así que... si quieres, te aguantas.

Ño 'e la madre...

Algo le decía a Héctor que lo más lógico sería esperar. Pero, ¿quién dijo que un pene era lógico? Agarró con calma la situación, y decidió que no la pujaría. Pasó cierto tiempo sin escribirle a Marjorie, hasta que Erika se le atravesó. La conoció un día en la playa con unos panas, y por lo visto, si Erika no era de las que besaba en una primera cita, sí era de las que se podía convencer.

Mientras se ponía la camisa, Héctor se recordaba de cómo había logrado hablarle a Erika, y se dio un golpecito a sí mismo en el hombro. Había ido directo, aprovechado un momentico que el tipo con el que andaba se desapareciera, y llegó directo a decirle que cómo era que alguien que se veía así en traje de baño andaba con uno que no fuera él. Sabía que ni Marjorie ni Liliana hubieran caído con esa. Y cuando la niña le dijo que bueno, que era su mejor amigo, FIESTA. A la media hora, los dos estaban sentados hablando paja, y a la hora ya le había sacado el teléfono. Cuando se regresó con los panas, él se ganó la última cerveza. Regla de los panas.

El celular le sonó, indicando mensaje. Héctor se sonrió, y los dientes blancos perfectos brillaron sobre la oscura tez. Lo agarró y leyó. Hola lindo. Ya estoy lista. Avísame cuando estés saliendo. :-) Sí, era Erika. Estaba que se moría por verlo. Hasta mal se sentía. Pero bueno. Quizá hasta se portara bien. Si ella se dejaba, claro.

En cinco minutos terminó de vestirse, perfumarse y emperifollarse, como decía su vieja. Agarró su chaqueta, cartera, celular, y se despidió de ella. Bajó al carro, y se disponía a avisarle a Erika que ya iba saliendo cuando el aparato sonó otra vez: otro mensaje. Mi madre, pero qué desespero, pensó. Y leyó este mensaje:

Hola, Héctor.

¿Marjorie?

Lo agarró tan de sorpresa que se quedó parado en el pasillo del edificio. Era la primera vez que Marjorie le escribía. Y tuvo un momento de pánico. ¿Le escribía? ¿Se hacía el loco? ¿La llamaba? Coño, ¿QUÉ HACÍA?

Pero bueno, huevonzón, ¿qué te pasa? ¿Eres una geva o qué? Era la voz de Zeus, su mejor amigo. Cuando hacía algo que se podría considerar estúpido, Zeus le daba un lepe y lo hacía entrar en razón, aderezado con un "huevonzón". De modo que esa parte de su conciencia siempre le hablaba con la voz del pana. Aparte, cuando te llamas igual que el rey de los dioses griegos, carajo, haces caso cuando te habla.

Respiró profundo, y antes de montarse en el carro le escribió. Hola, belleza. Tanto tiempo. Y eso? Suponía que lo que quería era hablar paja, así que no le dio mayor importancia. Total, ella que se ubique, y después que lo buscara. Terminó de escribirle a Erika para decirle que ya había salido. Cuando salió del estacionamiento, le llega otro mensaje.

Y frenó en seco. Si hubiera sido de día, cualquiera que estuviera detrás o le volaba el parachoques o mínimo le mentaba la madre. Pero al diablo. Héctor no se lo creyó.

Ah qué no te puedo escribir? ;-) Nada, que todo el mundo está de viaje en mi ksa y yo me tuv que qdar estudiando. Y me acordé de tí. Quieres venir, q alquilé una pelicula?

Fiel a su tradición, Héctor fingió no darse cuenta de cómo las palmas le empezaban a sudar. Lo volvió a leer. Quieres venir? Lo vio una y otra vez. Quieres venir? Quieres venir? Quieres venir? No podía creer lo que estaba leyendo. En su cabeza, Zeus había montado una fiesta. Pero en otra parte de su organismo, el mensaje de Erika — Hola lindo. Ya estoy lista. Avísame cuando estés saliendo. :-) — retumbaba como un tambor en la noche.

Una persona normal y decente habría pedido disculpas, diciendo que iba a salir y que no podía. Una persona normal, decente e inteligente habría dicho que tenía algo que hacer y que iba más tarde. Héctor era muy inteligente, y se podía decir que dentro de los parámetros establecidos por la sociedad era normal. Pero lo compensaba con una enorme cantidad de testosterona. El único problema era su conciencia, repitiéndole el mensaje de Erika, una y otra vez:

HolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindoHolalindo...¡¡¡¡¡¡¡¡AAAAAAAAAH!!!!!!!!!!!.

¿Qué iba a hacer? Pero de repente, su faz de angustia se transformó en una sonrisa. Ya se había formulado un plan. Si le salía bien, tendría el chivo de lujo amarrado con un mecate de fibra de oro. Y la voz de Zeus en su cabeza le dijo: Chamo, yu ar goin tu jel. Pero Héctor sentía que su pana destapaba una cerveza en su honor. Ni corto ni perezoso, le escribió a Marjorie: Ah caray! Bueno sí va. Pero tengo algunas cosas que hacer primero. Dame unos minutos y te aviso cuando salga, sí? La respuesta llegó unos minutos después: OK. Te espero. =)

Ahora el plan. Primer paso: llamó a su casa. Cuando su mamá le atendió, le dijo que si alguien llamaba alguien, que tranquila que estaba bien, pero que no dijera para dónde salió.

—Ay muchachito. ¿Qué te estás inventando?

—No vale, mamá, nada. Pero hazme esta segunda, vieja, ¿sí?

—Hmf. Yo no voy a estar mintiéndole a nadie, Héctor Arturo, ¿me oíste?
—No vale, vieja, no que mientas, sino que no des, eh, información pertinente, ¿sabes?
—Hmf. — El eterno sonido de desaprobación de su mamá. —'Ta bien. Pero me haces el favor y no estés inventando, m'ijo. Mira que hay mucho loco en la calle.

—No vale mamá, — el tercero era como el ratificante de que sí estaba tramando algo, pero lo negaría para toda la vida—, yo llego a la misma de siempre.

—Bueno, te me andas con cuidado. Y tranquilo que te alcahueteo de ésta. Pero no se me malacostumbre, ¿oyó?

—Jajajaja, tranquila, mi vieja, yo sé como es todo. Gracias, ¿oíste? ¡Bendición!

—Dios te bendiga, míjo. Cuidado.

Okay, fase uno cubierta: coartada. Ahora segundo paso. Héctor manejó a un sitio cerca de la autopista donde se oyeran los carros. Erika vivía como a quince minutos de su casa, y ya habían pasado cinco. Perfecto. Y esperó. Cuando pasaron dos minutos más, vio pasar el carro de un chamo de su edad que conocía de vista en el edificio de vista y saludo. Pero ni que lo hubiera planificado. Le hizo señas, y le pidió un favor. El chamo se extrañó, pero aceptó. Cuando estaba todo cuadrado, llamó a Erika.

— ¿Aló?— Tono de ligera preocupación.

— ¿Aló Lili?— Gritado, asegurándose de que los carros se oyeran.

— ¿Gordo qué te pasó?

— Coño linda, ¡qué arrechera! ¡Me acaban de chocar!

— ¡QUÉ! Dios mío, ¿estás bien?

— ¡Sí vale, Lili, estoy bien, quédate tranquilita! Pero el cab... bueno el idiota me dio duro, y...


Le hizo señas al vecino, que dijo: "Epa más respeto, ¿sí?”

Le hizo la señal de aprobación con el dedo, y siguió: —Ajá, sí, whatever. Bueno, igual, me tengo que quedar acá para resolver este rollo, así cónchole mi amor, me da mucha rabia, ¡pero lo nuestro se va a tener que retrasar!

— ¡No vale, mi lindo, tranquilo! Ni que lo hubieras hecho a propósito. No vale, resuelve tranquilo lo tuyo y dejamos lo nuestro para después. Pero igual me avisas cuando llegues a tu casa, ¿sí?

Héctor tenía la idea de que cuando llegara a su casa en lo que menos estaría pensando es en avisarle a Erika, pero bueno, tenía que montar el show completo. — ¡Seguro mi linda, no te preocupes! Coye vale, y perdóname, ¿sí? ¿No estás molesta?

— Pero vale, no seas bobito, ¿cómo voy a estar molesta? No vale, recibe un besito, tranquilo y que la cosa sea leve. ¿Seguro que estás bien?

— ¡Te lo juro que sí, mi vida, gracias por preocuparte! Un poco, pues, eh, molesto por decirlo así pero...— Le hizo otra seña al chamo, que ni corto ni perezoso, y muerto de la risa, dijo, de la manera más neutra posible: —Mira chamo, ya llegó el fiscal.

—Mira amor te dejo que llegó el fiscal. Hasta rápido llegaron los tipos, aleluya. ¡Hablamos rápido, y coye, de verdad disculpa!

—Quédate tranquilo, mi lindo. Un beso grande. ¡Hablamos mañana! ¡Me avisas por fa!

Se terminó de despedir, y el chamo le dijo lo que Zeus le hubiera dicho: —Mariiicooo, eres el peor. ¿Esa era tu geva?

Héctor, con la gran sonrisa del gato que se comió al canario, le dijo: "No chico, nada que ver, una caraja con la que me iba a ver esta noche. Y bueno, me salió otra cosa... mejor pues."

— ¿La otra está más buena?—- El chamo resultaba ser más perspicaz de lo que se aparentaba. Total, era hombre también.

—Alguito. Digamos que lo que está mejor es la situación. Gracias por la segunda viejo. — Y le chocó la mano.

—No vale, tranquilo, pero igual... ¡qué bolas tienes tú!

Héctor sonrió. Quizá las tenía, pero como dicen, ojos que no ven, corazón que no siente. Lo que Erika no sabía no podía lastimarla. Y todas esas vainas. Total, esta noche Héctor consolidaría su posición de hombre, y confirmar que el que espera, vence. Le volvió a dar las gracias, se montó en su carro, y fue a cumplir con la tercera parte de su plan. Le escribió a Marjorie: Voy saliendo cariño. ¿Quieres que lleve algo?

El chamo lo vio alejarse, y pensó en el pana suyo que había sido ridículamente fiel a su novia por dos años hasta que un día la tipa decidió que ya no lo quería. Y ahora que estaba saliendo con otra, la ex lo estaba rondando. Y ahora veía a éste viejo que estaba buscando resolver con dos carajas a la vez. Mientras se montaba en su carro y volvía a su casa, pensó: Coño, ¿será que somos nosotros los que andamos buscando calidad que cantidad los que estamos pelando bolas?

ESTA HISTORIA CONTINUARÁ. NO ME ODIEN



Un año después

Alicia maldijo como no recordaba haberlo hecho cuando el despertador sonó. Era sábado, y se le había olvidado quitar la alarma. Le extrañó muchísimo, pues desde que no tenía que trabajar los fines de semana eran sagrados, y religiosamente desactivaba el que normalmente era su fiel aliado. Anoche no salió, llegó del trabajo, habló un rato con su mamá, chequeó su e-mail y se durmió, plácidamente, a las once. ¿Qué le pasó anoche?


Eran las 6:00 am. No tenía absolutamente nada que hacer. Se asomó a la ventana, y vio que ya había claridad. Iba a ser un día espectacular. De playa quizá. Eso la entusiasmó. Oye, buena idea, pensó. A ver si llamo a...

Frenó en seco el pensamiento. Lo que la friqueó fue lo involuntario que había llegado a su cabeza, completamente automático. Y volteó al calendario de Miró que tenía en la pared de su cama para ver el día. Se odió a sí misma, no tanto por saber qué día era hoy, sino por como la hacía sentir. Hace un año exacto había terminado con Alberto. Y era la primera vez que había pensado en llamarlo.

Obviamente, una relación como la de ellos no se bota a la basura así como así; sí habían hablado una o dos veces desde que terminaron. Una vez fue porque Alberto la llamó, sólo para saber de ella. Ella le atendió con educación, tratando de no sonar demasiado fría, ni de demostrar lo mucho que la estaba afectando oírle la voz. Por alguna razón, lograron no discutir ni nada, y la llamada duró menos de dos minutos. La siguiente vez fueron unos meses después, que él la había llamado para pedirle un favor por un familiar de ella. Y el último contacto había sido hace dos meses, el día del cumpleaños de Alberto. Ella le había enviado un mensaje de texto, disculpándose que no lo llamaba porque estaba de viaje, pero que esperaba que lo pasara muy bien. El mensaje de respuesta que había recibido era lo bastante "él" como para pensar que en efecto le había alegrado saber de ella, pero como era el primero que le llegaba desde que habían terminado, Alicia igual sintió un respingón de tristeza al ver que faltaba el cariño de antes. Y esa fue la primera vez que se recriminó su estupidez — estaba segura que no quería volver con él, se quería concentrar en otras cosas en su vida, entonces, ¿qué tal si se dejaba de ridiculeces y se portaba como una mujer de 26 años y no una muchachita de 19?



Y ahora realmente había pensado en llamar a Alberto para ver si se lanzaban a la playa, como en los viejos tiempos, yupi.


El mal humor la estaba invadiendo, de modo que se paró de la cama para sacudírselo. Además, el día estaba como muy bonito para desperdiciarlo. No iría a la playa, sola no, pero el Ávila sería una muy buena segunda opción. Es más, lo podía agarrar de hábito. Bastante buena que me estoy poniendo como para no lucir esta figurita, se dijo, y el tono de sorna en su mente la hizo sentir mejor. Buscó su licra, y se metió al baño.


-o-O-o-


Rodando hacia Altamira (había considerado brevemente subir hacia Los Venados, pero la idea de hacerlo sola no le apetecía), Alicia sentía una extraña e inquietante mezcla de alegría y tristeza. Siempre había sido una mujer muy independiente, algo que le traía a veces frecuentes altercados, no sólo con Alberto, sino con todos los novios que había tenido, de modo que salir sola no era algo desconocido para ella. Pero la parte más sensible de su mente repentinamente se dio cuenta que no había salido prácticamente con nadie desde que su relación terminó. Sólo una vez le aceptó una salida a un compañero de trabajo, hace unas semanas, y había sido todo un caballero, pero tan falto de sentido del humor que lo aburría. Había considerado salir con un amigo de ella que tenía un año rondándola, pero era tan claro que lo quería por sexo que se asqueaba de su superficialidad, y lo estaba demorando desde hace rato.


Obviamente sabía por qué se había impuesto este celibato, pero era un asunto que no quería discutir consigo misma. Nunca había sido una muchacha particularmente sentimental, aunque tampoco se consideraba una mujer de piedra. Alberto había cambiado eso. Se emocionaba más, se reía con más facilidad, y no le gustaba hacer cosas sin él (lo cual no le impedía hacerlas). De hecho, ella una vez le dijo que si la muchacha de 17 años que ella había sido llegara a ver en lo que él la había transformado, quizá la cachetearía.

¿Era acaso por eso que había terminado por él? ¿Que no le gustaba en lo que la había transformado? ¿Demasiado dependiente, demasiado entregada a él? Ella se había convencido que simplemente lo dejó de amar, eso pasa... o que las cosas estaban saliendo mal por la falta de tiempo que tenían para dedicarse el uno al otro... o—



La irritación hacia sí misma estaba volviendo, y se cortó en seco con una sacudida en la cabeza. Pero eso, aunque acabó con su monólogo interior, le trajo un pensamiento nuevo, y lo inesperado y molesto que se escuchaba, francamente, la asustó un poco. Había pasado todo un puto año sin ponerse a pensar en esto, coño de la madre, ahora por qué carajo a mi subconsciente se le antoja empezar a analizar las vainas...


¿Pero qué rayos estaba pasando? ¿Todo esto nada más por acordarse de que terminó con Alberto hace un año? Alicia empezaba a sentirse realmente mal. Tenía que hacer algo por su vida. Aprovechó un semáforo, y empezó a hurgar rápidamente entre los CD's que tenía en el carro. Había dos que Alberto le había quemado, claro, pero los pasó sin verlos siquiera. Encontró uno alegre de Los Adolescentes y lo puso. Ideal, música feliz, dinámica. Además, Alberto era más de salsa vieja y rock (tremenda combinación), de modo que eso la distraería algo. Perfecto. Ahora me compro mi Gatorade y se acabó.

Cuando se paró en una panadería por Los Palos Grandes diez minutos después, ya Alicia se sentía más tranquila. De hecho, hasta se concentró en las cosas que tenía que hacer en la semana. El olor de la panadería la engatusó tanto que se compró un cachito para comérselo cuando subiera. Nada sano, pero estaba demasiado bueno el olor.



Salió de la panadería, con un buen humor equivalente al día, ya sintiéndose más como ella. Cantaba la última canción, que oía, y hasta se sintió halagada —sin demostrarlo— cuando el cajero de la panadería la miró de arriba a abajo. Ahora sí, a subir Ávila, a ver querrequerres, a sonreírle a la vida. Prendió el carro, bajó el vidrio, y estaba por arrancar cuando vio un carro muy familiar pararse en una farmacia frente a la panadería.


No. No puede ser. No way.


Era algo como salido de la ridícula imaginación de un escritor. Una absurda historia escrita en un blog, o peor aún, en una telenovela de esas que ella tanto odiaba.

Y era inútil decir que no era el carro de Alberto, porque ahí estaba la calcomanía del Pato Lucas que ella le había regalado cuando le devolvieron el carro del taller. "Para que espantes la pava con alguien que tiene peor suerte que tú, mi rey", le había dicho. Y se rió como si fuera chiste de Emilio Lovera.



Debe ser la mamá, que le pidió el carro para algo. O el papá. O la hermana. O su tía que vive en el coño de la madre.


Pero aún antes de que se abriera la puerta, Alicia sabía que se estaba cayendo a mojones. Era Alberto. Pero esa no era la sorpresa mayor. No, ella vino en seguidilla junto con otra.

Primero, Alberto estaba con una bermuda anaranjada y una franela sin mangas con un Pato Lucas rastafari en el frente, regalo de unos amigos que fueron a Barbados, y una gorra negra. Y sus cholas favoritas. Señal evidente que iba a la playa.


Segundo, del asiento del copiloto se bajó Helena. Alicia la había considerado inofensiva, a pesar de sus celos; de hecho, le caía muy bien. Había siempre sido muy buena amiga para Alberto, pero también había defendido a Alicia cuando Alberto hacía algo mal. Las raras ocasiones.


Helena sólo llevaba un pareo verde y una franela blanca corta. Muy corta. El piercing que traía en el ombligo destellaba en el Sol. Estaban yendo a la playa, sin duda. De hecho, a La Guaira, porque Alberto nunca iría a Higuerote a esta hora (ya eran las siete de la mañana). 

Seguramente iban a comprar algún bronceador o algo. Alberto le abrió la puerta para que Helena pasara primero, y cuando Alicia vio, primero, la sonrisa de agradecimiento (ay pero qué amable) de Helena, aunada al leve toque en el pecho de Alberto, y segundo, cómo Alberto no volteó para bucearle el culo a la niña cuando la tuvo enfrente (de hecho, cómo estaba haciendo un esfuerzo —no muy grande, claro— de no hacerlo), Alicia experimentó dos cosas simultáneamente: sintió un ataque de celos tan grande que sintió que iba a llorar, y nunca había querido tanto y de manera tan enferma estar desnuda con Alberto revolcándose —no haciendo el amor, revolcándose— en donde fuera. Allí mismo, si se pudiera.

Alicia se bajó del carro, desoyendo la voz de su conciencia que le decía que era una locura, que se dejara de vainas, y cruzó la calle sin importarle carros ni nada. Cuando entró a la farmacia, Helena fue la primera que la vio, y la cara de susto que puso la putica hipócrita yonofui casi la hace reír, pero Alicia no se ríe. Justo cuando Alberto se da cuenta de quién es la que acaba de entrar Alicia le ha lanzado lo primero que encontró, cree que es una botella de champú, y se lo pegó directo en la cara. Antes que reaccione Alicia se le lanza encima, primero noqueándola con un derechazo que haría a Tyson orgulloso, pero no es suficiente, se le lanza encima, gritándole perra, perra maldita, cómo pudiste, lo venías cocinando, apenas esperaste que terminara con él, puta de mierda, y Alberto trata de separarlas, la agarra, y Alicia casi que se viene en sus pantaletas, nada más porque lo haya tocado, pero es un maldito también, le voltea la cara con una cachetada, perro le dice, poco hombre, seguro que hiciste fiesta nada más terminamos, maldito, y ve que Helena está sangrando, y le cae a patadas, Alberto la agarra otra vez, el farmaceuta grita, viene un tipo de seguridad, Alicia grita, grita—



Alicia parpadeó. Estaba todavía sentada en su carro, agarrando el volante tan fuerte que sus nudillos están blancos. No puede creer lo que acaba de pasar por su mente. Se obliga a soltar el volante, y ve que se pone a temblar. Respira profundo, trata de componerse, y se pone las manos sobre los ojos. Cuando cree que ya se calmó, los vuelve a abrir.


Alberto y Helena salen, él con una bolsa en la mano. No están agarrados de manos ni nada. Él le abre la puerta del carro a ella, le sonríe "gracias", él corre a dar la vuelta, y se va a montar.


Y se detiene.


Alicia involuntariamente se agacha, y contiene la respiración.


Alberto se voltea, como si algo lo hubiera llamado. Mira hacia los lados, y empieza a voltear hacia la panadería. Justo en eso, un carro se para delante del de Alicia y la tapa. Pero Alberto se queda mirando hacia adelante igual. Alicia lo está viendo, pero él a ella no. Pero está casi segura que él sabe que está allí.


Inseguro, como si se debatiera entrecruzar la calle o irse, Alberto termina montándose en el carro. Los pulmones de Alicia están gritando por aire, pero ella no respira hasta que ve el Mazda cruzar la calle.


Temblando de indignación, de autodesprecio, Alicia finalmente lo asume. Extraña a Alberto. No sabe si quiere volver con él o es que simplemente quiere que haga con ella lo que sólo él sabe hacer, pero lo extraña. Y lo extraña mucho. Como una niñita de 19, está encaprichada.


Lo único que puede hacer para evitar volverse loca es ponerse a llorar. Y Alicia llora. Llora como una niña. Llora en silentes sollozos hasta que siente que se secó por completo. Y llora, porque no sabe si va a poder volver a ver a Alberto. Pensar en eso la hace llorar más fuerte.


-o-O-o-


— ¿Qué te pasó, lindo?


Alberto estaba aún con esa extraña sensación cuando se iba a montar. Volteó a ver a Helena, y la incertidumbre pasó. Se volvió a sorprender —como le había pasado muchas veces en el último mes, que habían empezado a realmente salir— en cómo uno puede cambiar su percepción de alguien.


—No, de repente sentí algo raro... Casi que fue tipo la Guerra de las Galaxias... "sentí una perturbación en la Fuerza"...


Helena sonrió y arrugó la cara. — ¿Qué es eso, chico? ¿Cómo así?


Alberto sonrió. —Sabes, como si algo muy malo estuviera pasando... o algo burda de raro... o...


Volteó a ver a Helena. Lo estaba mirando fijamente, lista para burlarse. Alberto sonrió, pero creía saber en efecto qué fue lo que sintió. Y no le gustó. Creía que tenía algo que ver con el día, pero...


—Ay, Dios mío... el Beto se volvió loquitoooo....


Y ahí Alberto se rió. —Presiento que en lo que vea ese traje de baño nuevo, loco voy a quedar.


La sonrisa de Helena se mantuvo. Y ahí Alberto se olvidó de cualquier cosa que lo hubiera perturbado. Ese día iba a ser perfecto. —Ya veremos, Betico—, le dijo Helena. —Ya veremos.

Moscas en el carro


La mosca se golpeaba contra el vidrio del carro con tal fuerza que sonaba como piedras cayendo sobre techo de zinc. Para Armando, sonaba como piedras en su cerebro. Y cada una parecía quitarle un poco más de su sanidad. Armando se hablaba a sí mismo, en un desesperado intento por calmarse. Estaba en su carro, luchando contra su pie, convenciéndolo de que no pisara el acelerador, convenciéndolo de que era inútil, igual iba a llegar tarde al trabajo. En ese momento se imaginaba como una versión más despreocupada de sí mismo, que se lo tomaba todo de lo más "light". Relájate, viejo, le decía el "Light", es preferible que llegues diez minutos tarde al trabajo que cincuenta años temprano al Cielo... si es que llegas, perrote, ja ja ja...


La tensión en sus hombros aflojó un ápice. Se había estado acumulando allí desde que se dio cuenta que entraba en diez minutos a su trabajo que le quedaba a veinte de su casa. Como pudo se vistió y salió a su carro, con el fantasma del mal humor rondando por encima de su hombro, con la bestia de la arrechera agarradita de la mano. Prendió el aire, y el carro le dio un ligero temblor que enseguida desapareció. Odiaba ir en silencio en el carro, de modo que prendió la radio, pero a los cinco minutos se anunció una cadena. No gracias. Y ahora apareció la mosca en el carro. Y era constante, la pajúa. Tac, tac, tac.... tac... tac, tac.... No podía creer que se estaba amargando tanto por una pe'azo 'e mosca. Pajúo tú, que no bajas el vidrio y la dejas salir...


Armando respiró profundo, y empezó a bajar el vidrio. Hace rato, por recurrentes cortos circuitos, cambió el sistema automático por uno manual, por muy arcaico que se viera. La mosca redobló sus esfuerzos —tac, tac, tac, tactactactactac— como apurándolo a que lo deje salir. Ya voy, coño... Agarró la manilla, y justo cuando se le salió de la mano estaba el "Light" diciéndole Viste, men... cosas pequeñas, todo suave, todo—- ¡CRAC! El vidrio apenas bajó unos milímetros. El aire entraba de afuera, pero no era suficiente para que la mosca saliera. Y la manilla se salió como si nunca hubiera estado bien sujeta a la puerta. Armando sólo tuvo tiempo de mirarla estúpidamente por un segundo. Justo antes de que, una vez rodada la autopista hacia su trabajo, veía el estacionamiento en que ésta se había convertido. La cola se perdía en el horizonte.

"¡COÑO!", gritó, soltando la manilla y pisó los frenos. Si hubiera estado húmedo, su Corolla se hubiera montado sobre el Minicord que tenía delante. Pero había sol desde hace tres días seguidos, y el piso estaba bien seco. Los cauchos dejaron una ligera marca en el piso, y el Corolla se detuvo a unos centímetros del Mini. La mosca zumbó una vez en protesta — ¿es que acaso la oí gritar?— y se golpeó contra el parabrisas. Armando miró hacia adelante con una estúpida expresión compuesta de desconcierto, incredulidad y una sombría y creciente rabia. Cualquier posibilidad que tuviera de llegar medianamente a tiempo se esfumó como una vela en medio del huracán Katrina. Pero el "Light" seguía tratando de controlar la situación. Tranquilo viejo —le decía, y Armando encontraba divertido, a pesar de sí mismo, que esa parte de su mente hablaba como un negociador tratando de bajar a un suicida de una ladera—, tranquilo... llama al jefe, explícale, avísale que vas tarde... y todo fino.

Claro bolsa, tú no eres el que se lo va a calar, pensó, con una mueca de resignación. Agarró su celular y se dispuso a llamar a la oficina. Estaba medio rayado con su jefe, porque la semana pasada había llegado ya tarde un par de veces, una de las cuales no avisó. Iba ya a ser la tercera, pero su jefe siempre pedía que le avisaran cuando iba a llegar tarde. Al menos una. Marcó la oficina y se lo puso al oído. Una voz femenina demasiado familiar le habló.


—Usted no dispone de saldo suficiente para realizar esta llamada. Por favor...


—¿¿¿QUEEEE???? ¿¿Qué vaina es ésta???— Armando gritó. Y entonces se acordó que no había cargado saldo en un buen rato. La madre que parió a todos, esta vaina no me puede estar pasando.... Y mientras tanto, la cola avanzaba, sí, pero a razón de centímetros. A este paso llegaría una hora tarde. Y su amiga la mosca seguía dándose topetazos como una mini cabra voladora. Tac, tac tac tac, tac.... tac.... Y ahora Armando escuchaba los zumbidos. En ese momento en que el estrés le agarraba por el cuello como la mano de un zombie, el zumbido sonaba como un taladro de dentista directo en su cerebro: zzzzzzzzzzzzzzzzzz (tac) zzzzzzzzzzzzzzzz (tac)... Esto no podía ser bueno para su salud mental.


Chamo, tranquilo, relájate, ya se soluciona.... le decía el "Light", pero el tono de preocupación en la voz hizo de todo menos calmarlo. Toda la frustración de la semana, cuanto pleito hubiera tenido, cuanta arrechera hubiera agarrado, todos estaban alimentando el estrés que tenía allí. Pero estaba decidido a no dejarse llevar, no iba a terminar de activar la úlcera. Se llevó las manos al cabello y se apoyó del volante, mientras respiraba profundamente. Oía a lo lejos —por Júpiter, quizá, o tal vez Plutón— una corneta insistente. Pero ahora se daba cuenta que la corneta no estaba tan lejos. Y ahora escuchaba voces: "¡Señor! ¡Señor, señor!"


OK, ya, me volví loco, pensó, y ese pensamiento, más que preocuparle, le agregó una cuota más a la arrechera. ¿Encima de todo, voy a parar al manicomio? ¿Con qué derecho? Pero como tanto voces como corneta seguían sonando, se dio cuenta que no lo estaba imaginando. Además, escuchó claramente: "¡Señor, señor, el del Corolla!" ¿O sea, es conmigo la vaina? Levantó la mirada para ver qué rayos pasó. A su lado izquierdo, se había parado por la cola un Ford K morado, o quizá fucsia (ay, mana... fuczia...me-ze-ZER, dijo el "Light", con una voz afeminada, pero Armando lo ignoró), y al frente iban dos mujeres. ¿Mujeres? Niñas, más bien — la que manejaba tendría unos veinte años, la copiloto dieciocho. Su vestimenta decía mujer, ciertamente; escotes que no dejaban mucho a la imaginación. La piloto era rubia, aparentemente natural, la copiloto, de pelo castaño. Bajo otras condiciones, Armando estaría fascinado, un hombre de 28 abordado de esa manera por dos niñas bien maduritas.


Pero Armando en ese momento tenía el sexo muy lejos de sus prioridades. Era la copiloto la que estaba gritando para llamar su atención. Estaba prácticamente fuera del vidrio, que demostraba que tenía un top blanco, escotado y además con el ombligo al aire. El sol del mediodía tocó un piercing que llevaba en esa zona del cuerpo. Algo por las entrañas de Armando registró eso, pero fue aplacado por su creciente irritación. Cuando vio que le había llamado la atención, lo saludó con un entusiasmo demasiado grande para ser cierto. Y con una amplia sonrisa, la niña empezó a hablarle con una alegría de niñita."¡Hola señor! ¡Señor, no se ponga bravo, señor! ¡Es sólo una cola, señor! ¡Ríase, ríase con nosotros!"

Armando la miraba con una expresión de incredulidad. Normalmente un tipo bien humorado, en este momento era el Grinch. ¿De verdad esta perrita esperaba que me riera y ya? ¿Y que le haga el juego? O sea, ¿qué le pasa? Muchacha del—


La piloto gritó, — ¡CUIDADO, SEÑOR!


¡TUN!


El golpe aventó a Armando hacia adelante. Como estaba volteado hacia la izquierda, el volante le dio de lleno en el cachete, que le envió un cohetón de dolor al cerebro. Se mordió la lengua. Y esta vez la mosca le pasó al lado del oído, pero no chocó contra nada. Él, en cambio, finalmente chocó contra el Mini por estar pendiente de las niñas del K.


No iba a más de cinco, pero el Mini estaba hecho de fibra de vidrio. Vio un ligero hundido y el stop izquierdo roto. Vio el conductor del Mini levantar las manos en el aire, y empezar a bajarse. Vio a la copiloto del K volver a meterse, con la boca tapada para reprimir una carcajada. Vio al tipo del Mini bajarse —era un hombre cuarentón, bien vestido, y ya tenía un celular en la oreja. Ese seguro no se preocupa por saldo, mardito, pensó amargamente. 

Y en eso, la mosca chocó directo contra su cabeza.


El "Light" intervino. O lo intentó, más bien. Viejo, quieto, no hagas lo que creo que vas a— "Vete bien lejos a la mierda", Armando dijo, aunque fue más un gruñido. Y sintió al "Light" esfumarse como un espejismo. Ya no era la frustración de la semana; era la del año. La de toda su vida. La que estaba por venir. Algo en su mente se apagó como un breaker, y entonces Armando Suárez, 28 años, teleoperador, soltero, simplemente empezó a navegar por instrumentos.


El dueño del Mini estaba al lado. —Mira, amigo, ¿no crees que te deberías bajar a resolver esto?—, le dijo. Armando simplemente volteó y lo miró a los ojos. El hombre vio algo allí que no le gustó, porque su rostro se ablandó. Pero se mantuvo firme. Armando le dio una sonrisa de oreja a oreja, y mientras le seguía mirando a los ojos, abrió su puerta de un empujón que agarró al hombre completamente fuera de guardia. Lo tumbó al piso. — ¡EPA! Pero bueno, mijo, qué carajo te has—


El hombre vio a Armando bajarse del carro, y vio que le duplicaba en tamaño, tanto hacia arriba como hacia los lados, y empezó a balbucear. — ¡Mira, déjate de vainas, esto fue culpa tuya, para qué carajo me vas a dar, qué te pasa, hijo, relájate un poquito cálmate mano por favor NO ME PEGUES


—Cállate la jeta, idiota, ya vamos a hablar. Párate y espérame, gruño Armando.


El hombre no esperó a que se lo repitieran. Se escabulló hacia su Mini, y esperó a que esta pesadilla parara.


Armando, mientras, tenía muy claro su destino.


El Ford K sólo había avanzado unos metros. Michelle —la copiloto— estaba muerta de risa, pero de nervios. Erika, la piloto, estaba simplemente muerta de la risa.


— ¡Marica, lo hice chocar, o sea!— dijo Michelle, entre risas.


— ¡Chama que riñones tienes tú! ¡No puedo creer esta vaina!—le replicó Erika, limpiándose una lágrima.


— ¿Chama, se habrá arrechado mucho? ¡Chama yo lo que quería era jugar con él! ¡Lo veía tan estresado el pobre! ¡Y tan bueno que estaba!


— ¡No vale, qué crees! ¿Por qué se habrá arrechado? ¡No vaaaleee! ¡Lo que te debe querer es medio matar! ¡Si fuera yo—


—Para el carro.


Michelle gritó. Erika no tuvo tiempo, porque una enorme mano se le cerró sobre el cuello. Cuando volteó, vio al hombre del Corolla caminando al lado de su ventana. La risa se murió en un instante.


—Para el carro, coño— dijo.


— ¡Señor, por favor, esto fue culpa mía! ¡Yo no—


—Cállate la jeta. Para el puto carro. Páralo. ¡YA!— bramó.


Esta vez Erika acompañó a Michelle en gritar, y pisó el freno con fuerza. Michelle se pegó contra el tablero, y las dos empezaron a llorar.


El tipo se agachó al lado de la ventana, soltando a Erika. Ella no recordaba estar así de asustada. El examen que tenían en la universidad ya no parecía tan importante —ya lo que quería era borrar los últimos diez minutos y buscar a su novio en lo que llegara a la universidad. Si llegamos. El hombre ignoró las cornetas airadas que estaban detrás de ellos. Dios mío, ¿dónde está la policía cuando una la necesita?


Trató de mantener cordura. —Señor, en serio, lo que estábamos era jugando, no queríamos que—


—Tranca la jeta, carajita. Tú no querías, tú no pretendías, todo eso es paja. Tienes razón, era un jueguito, pero por tu maldito jueguito, mi carro se jodió y el de otro también. Y ustedes, de lo más bien gracias.


Michelle intervino, sollozando, —Señor... por favor... yo...


—Y a ustedes les sabe a MIERDA todo lo que los demás estén pasando en ese momento. Les voy a dar un consejo, carajitas: la próxima que se quieran hacer las cómicas, déjenlo para algún pajúo que esté como para esas vainas.


Se metió un poco dentro del carro. Erika le olió la colonia, ligada con sudor. En medio de su susto, pensó desquiciadamente, Esto es un hombre... Pero él ni la miraba ya. Tenía los ojos fijos en Michelle, quien en cambio, no quería siquiera voltear a verlo.


—Mírame.


—Señor... por favor... en serio que yo— balbuceó Michelle, entre lágrimas.


—QUE ME MIRES, CARAJO.


Michelle volteó a mirar al tipo a la cara. Coño, quién me manda a pajúa, pensó. Cuando miró a los ojos al tipo, lo que vio fue rabia intensa, rabia que esperaba no ver nunca. Erika, en cambio, no le quitaba los ojos de encima. Michelle en un instante volteó hacia ella y pensó, ¿¿¿Esta caraja se lo está BUCEANDO???

— ¡¿Me estás mirando, coño?!


Volteó de inmediato. — ¡Ay, sí, señor, sí!


— ¿Qué habrías hecho si yo tenía una pistola?


—Yo—


—Te hubieras MUERTO como una bolsa, eso es lo que hubiera pasado.


Volteó a ver a Erika. Estaba casi encima de ella, y Erika, en medio de su mezcla de sensaciones, se fijó en cómo su mirada se detuvo un instante en su escote. La miró a los ojos, y la misma rabia que vio Michelle la llenó de temor... pero también algo más. Leve y lejano.


—Lárguense.


Se paró, dio media vuelta y se devolvió. Erika se relajó. Michelle rompió en llanto por completo. Erika se limitó a manejar. Esa noche, cuando estaba con su novio, se imaginó al hombre de la autopista, poseyéndola con furia. Tuvo el más intenso de los orgasmos.


Cuando Armando caminó de vuelta al carro, sentía una extraña calma. La gente le tocaba corneta, reclamándole, mentándole la madre, gritándole loco 'e mierda, pero él no las escuchaba. Sólo pretendía hacer dos cosas antes de resolver su choque. El hombre del Mini le dijo, no sin cierto temor: "Mire amigo, no es gran cosa, si quiere—"


— ¿Me podría prestar su celular, por favor?


Esta solicitud vino tan de ninguna parte, y fue hecha con tal ecuanimidad, tal educación, que el hombre parpadeó en incredulidad. Miró a Armando con extrañeza, como si esperaba que fuera una treta para que se descuidara y le volteara la cara, pero igualmente le dio su celular.


Armando marcó rápidamente el teléfono de la oficina. Le atendió la recepcionista de la compañía. "Irene, es Armando. Pásame a Walter, por favor." En eso, recordó algo. Con el teléfono en la mano pegado a la oreja, fue a su carro. Se asomó en la ventana.

Y ahí estaba la mosca.


Justo en ese momento, su jefe estaba al teléfono. "¿Se puede saber donde carajo estás, mijito?"


Armando fue a abrir la puerta. La mosca se movía impaciente, como si supiera que iba a ser libre al fin. La sonrisa volvió a la cara. El hombre del Mini dijo luego a su esposa que esa no era la sonrisa de un hombre cuerdo. Armando le dijo a su jefe: "Walter, acabo de chocar el carro."Su jefe. "Coño de la madre... ¿Y ahora qué vas a hacer?" Malhumor escondido.


Armando entreabrió la puerta. La mosca voló hacia él.


Sonriendo triunfante, Armando contestó: "Renunciar."


Y metiendo el brazo, moviéndose a toda velocidad, aplastó la mosca contra el vidrio.