Thursday, September 07, 2006

Reencuentro (I)

Flotando. Livianito. En las nubes. Cualquier cosa cursi, insértela aquí. Alberto no hallaba suficientes epítetos para calificar como se sentía en ese momento. "Bien" no lo cubría. Era como un escarpín en el pie del increíble Hulk. Simplemente, se sentía como el niño que había sido hace quince años.

Cuando se había enamorado por primera vez.

Y ahora lo estaba de nuevo.

Y de Helena, por todos los santos... de quien nunca se lo hubiera esperado.

Ellos habían sido amigos desde la universidad. Hasta habían logrado trabajar en el mismo sitio, por casualidades de la vida. Y durante todo ese tiempo, había visto a Helena como una hermana menor (bueno ni tan menor), como alguien en quien podría decirle lo que fuera. Eso probó útil cuando Alicia, la que había sido el gran amor de su vida, por la que él consideraba un antes y un después, lo había dejado, por razones que aún no comprendía.

Y que ahora no le importaban.

De hecho, ni las estaba pensando.

Alicia y Alberto terminaron hace dos años, y en ese momento, él creía que le habían arrancado un testículo. Y Helena había estado allí todo el tiempo, pendiente de él. Nunca lo buscó, nunca se le insinuó; fue la perfecta amiga. Y pasaron cuatro meses, y Alberto se empezó a sentir mejor. Y pasaron seis meses, y sintió que algo cambió entre Helena y él. No; fue como si algo se despertara entre ellos, que tenía todos los cinco años de amistad dormido. Y pasaron nueve meses, y vino el primer beso. Y el segundo. Y el tercero. Y el vigésimo. Y pasaron dos años desde que él y Alicia habían terminado, y... esto.

Alberto acababa de dejar a Helena en su casa de Palo Verde. No era precisamente una zona para quedarse en el carro despidiéndose, pero ninguno de los dos tenía demasiados deseos de dejar la compañía del otro. "¿Para qué te tienes que ir?", preguntó él, suspirando en medio de los besos. "¿Para qué me traes, malo?", le contestó ella en falso reproche. Rieron, y se besaron una vez más. Y sólo entonces Helena se bajó del carro.

Eran las dos de la mañana de un viernes, unos días después de la quincena de agosto. Había gente en la calle, celebrando vacaciones y el dinero. Pero Alberto lo único que quería era llegar a su casa y dormir plácidamente, como no lo había hecho en dos años. Sería una de dos sequías que habrían de terminar esa noche. Alberto no era un tipo que se buscara a cualquiera para "matar necesidades". Por consiguiente, sí, había tenido dos años de sequía casi completa -- si no incluíamos las visitas de tía Manuela, ayudadas por las fotos de ciertos catálogos y anuncios.

Alberto se avergonzó de pensar en eso, aunque sabía que era bien natural. Además, esas memorias no habían sido necesarias esa noche, ¿verdad?

Algo se le agitó en la entrepierna, y sabía que no iba a conciliar el sueño en un rato. Estaba como un niño. Muchacho güevón, contrólate, tienes veintiocho años, pensó. Eso pareció aliviar la tensión en sus pantalones. Pero decidió que manejaría sin rumbo por un rato. De modo que se metió en Las Mercedes, nada más porque sabía que igual iba a ver gente.

Y gente había: en una de las calles por las que se metió había una cola de carros típicamente caraqueña, y muchachos de veintitantos años deambulando en la acera, algunos más allá que de acá por alcohol, droga, cansancio, o todas tres. Alberto siempre había tenido una extraña fascinación por observar a la gente, por razones que aún no entendía por qué. De modo que empezó a fijarse en los deambulantes, por ninguna razón en particular. Total, estaba en una cola, de alguna forma tenía que matar el tiempo.

Un muchacho moreno alto, con el pelo parado en pinchos, con una chama de largos cabellos negros y un bronceado que Dios se lo guarde. Caminando juntos, agarrados de la mano, pero las tensas miradas decían que esa noche no iba a terminar bien.

Pasaron al lado de una muchacha alta, sentada en el piso con la cara entre las piernas, vestida totalmente de negro. Su pelo rubio caía sobre sus hombros ayudando a ocultar más la cara. Por el movimiento de lso hombros parecía estar llorando. Estaba sola y la gente la evitaba. Pobre, pensó Alberto.

Un grupo de cuatro muchachas, cada una en competencia a ver cuál estaba menos vestida, y más prendida. Alberto apostaba que una pequeña pero bien dotada pelirroja se llevaría ambos premios. Cantaban alegremente un reggaeton. Miserable música, Alberto pensó con fingido desdén.

Un grupo de tres chamos que todos estaban igualmente prendidos. Uno gritó a las chicas: "¡De las cuatro marías, la que voltee es míaaaaa!" Los otros tres lo que hicieron fue reírse. Y más cuando las cuatro muchachas levantaron su brazo derecho, y al unísono el dedo medio de las manos. Alberto rió por lo bajo.

Una pareja que...

Alberto se olvidó de la pareja que se comía a besos en un rincón, en evidente preparativo para el hotel más cercano. De hecho, se olvidó de casi todo lo que le había pasado esa noche.

No.

Mentira.

La rubia alta había alzado la cabeza, y en efecto había estado llorando. Desde hacía rato por lo visto; tenía los ojos hinchados. El hecho de que tenía una enorme marca roja debajo de su ojo izquierdo no la ayudaba. Pero eso no fue lo que impresionó a Alberto.

Era Alicia.