Franklin estaba, por decir lo menos, inquieto. No había forma en que encontrara una posición cómoda. Pero tampoco hallaba cómo iba a estar cómodo aquí. La mujer que estaba sentada directamente enfrente suyo, contemporánea con él, con su muestra de botox en la cara y una "pechonalidad" que por llevarla ella no era necesariamente propia, le echó una mirada de divertida compasión por la décima vez. Franklin la odió como quien odia a un político. He estado en salas de espera antes, coño, pensó para tratar de relajarse. Vamos a quedarnos quietos, carajo.
Vio las arcaicas revistas dispuestas, y se fue directo al crucigrama de una de ellas. Que ya estaba hecho en un 80%. No importa. Prefería matarse pensando cuál era la letra de agedul o como se diga que concentrarse en por qué rayos está aquí. La recepcionista entra, una atractiva morenita con un piercing en la nariz. Carajitos de hoy en día, piensa Franklin; tiene una hija de 14 años que ya hasta quería hacerse las tetas. Franklin mató esa idea rapidito. Con el tatuaje en la espalda no pudo hacer nada más que castigar a la carajita. "La doctora lo verá a usted después del paciente que tiene ahora, señor Guédez", dijo con una sonrisa. Franklin entró en pánico. "¿Cómo la doctora? Yo tengo una cita con el doctor Leo Gómez!", protestó. La mujer botox se llevó la mano a la boca, limpiándose algo. O tapando una sonrisa. Miserable meretriz. La recepcionista sonrió más abiertamente, entrenada para calmar. "Sí, señor Guédez, con la doctora Leonor Gómez. Su esposa hizo la cita ayer."
La mente de Franklin corrió en sobretiempo. Cambiar la cita para otro día, digamos el año 2021; solicitar a un hombre y quedar como machista; mandarlo todo al carajo y ser machista. Pero pensó en las consecuencias. Gretel nunca se lo perdonaría. Qué coño, a echarle pichón. Suspiró de resignación. Le dio las gracias a la recepcionista, y esta entró de nuevo. Franklin soltó la revista y se pasó la mano por la cabeza. esto simplemente se ponía mejor y mejor. Mujer Botox leía su propia revista, pero la mueca divertida seguía allí. Franklin ya no se aguantó más. "Disculpe", dijo. La mujer levantó la mirada y las cejas. "¿Primera vez?"
"Ay, no mi amor, mi marido se ve con el de al lado, Gerardo", dijo. El "mi amor" le cayó a Franklin como un purgante. "Esta es su quinta. Pero esta sí es tu primera, ¿no?" "Sí. primera vez. Idea de mi esposa." Mujer Botox soltó como una risita. Franklin sintió la rabia subir una iota más. "Me imaginé...", dijo ella. "¿Cómo así?" "Ustedes los hombres son incapaces de admitir un problema con eso. Nooo, el machismo por delante. Y una angustiada. Hasta que tiene que pasar 'algo', quién sabe qué, y finalmente se ponen las pilas." Franklin le iba a cantar las cuatro, vertir en ella toda la frustración, el miedo y la furia que tenía dentro, pero no había terminado de abrir la boca cuando la recepcionista salió y le dijo que la doctora estaba lista para él. Franklin la miró como si no supiera de qué hablaba. Volteó hacia Mujer Botox, quien tuvo el descaro de picarle el ojo. Franklin se tragó su arrechera, se levantó, y entró en el consultorio. Mientras entraba, la mujer tuvo un descaro aún mayor. Franklin tuvo que contenerse para no lanzarle un libro.
"Estate tranquilo, campeón. Mi marido también tenía rollos que no se le paraba, y después de un mes de consultas ya casi que estoy embarazada otra vez."
--oOo--
La habitación. Una semana antes.
"¿Nada?"
"Nada."
"¿Pero cómo que nada?"
"Bueno sí hubo algo, pero nada, no entró..:"
"Ay amor..."
"Debo estar estresado..:"
"¿Desde hace un año?"
"..."
Pausa.
"Tienes que ir al médico."
"No voy a ir al médico, Gretel."
"¿Y por qué no?"
"¿Y aún preguntas?"
"Ah, ¿prefieres que ocurra un milagro?"
"No, simplemente no q... no voy a ir."
"Franklin, cuántos años tienes tú?
"¿Qué tiene que ver?"
"¿Cuántos tienes?"
"38, y tú lo sabes."
"Ajá. Lo mismo que yo. ¿Cuántos años tienen nuestros hijos?
"Gretel, qué..."
"¿Cuántos?"
Suspiro. "Doce y catorce."
"Correcto. Ya no los tengo que cuidar tanto. ¿Verdad?"
"Ajá. ¿Pero q...?"
"Por consiguiente, me puedo dedicar a ser más esposa que madre, ¿verdad?"
"..."
"No te voy a decir que o el médico o el sofá, amor... ni voy a empezar a montarte cacho ni mucho menos... pero 38 años es muy vieja para conformarme con algunas cositas. Además, es tu salud."
"..."
"El lunes llamo para hacerte la cita."
---oOo---
El consultorio. Presente.
La doctora era una rubia alta y elegante pero, para suerte de Franklin, no era joven. Para su desgracia, tenía una sonrisa que podía derretir las capas polares. Sus manos eran pequeñas, suaves y de un blanco porcelanado. Tenía unos intensos ojos azules que parecían poder leer la parte de atrás de un cráneo humano. Podría tener unos 45 años, pero su piel parecía de 32. Franklin se sintió automáticamente incómodo en el momento que le dio la mano y le mostró una perfecta sonrisa blanca como la nieve. La pared cubierta de diplomas además lo intimidó, en vez de tranquilizarlo.
"Entonces, señor Guédez. ¿Qué puedo hacer por usted?"
Franklin suspiró. Pensó en un chiste: Convertirse en un hombre gordo y oridinario. Pero lo aplastó. Pensó en mil fomas de contestar esa pregunta y ninguna parecía adecuada. El soldado no se para firme... El tronco ya es un tallo... El espagueti está cocinado... La galleta no está crujiente...
"Tengo problemas." Buena salvada. Supongo que pensaste que estabas aquí de visita.
"Eso lo supuse, señor Guédez", dijo con una agradable sonrisa. Maldición, cómo la odio. "Pero, ¿qué problema específicamente? ¿Tiene problemas parta la erección, problemas para mantenerla, eyaculación precoz?"
Franklin palideció con cada frase. Sentía como si escuchara vulgaridades salir de la boca de un niño de cuatro años. Sentía la cara roja y caliente, y eso aumentó su incomodidad dos cuotas más. Un poco más y no le importaba si se compraba un vibrador y lo ponía entre las piernas y nunca más volvía a prender la luz cuando estuviera copn su esposa; no iba a haber manera de que pudiera seguir con esto.
"¿Señor Guédez?"
"Nopuedomantenerunaerección", dijo Franklin, sin pararse a pensarlo. Le salió como si fuera una sola palabra.
Pero la doctora lo entendió todo. Sólo dijo un "entiendo", con esa irresistible y odiosa sonrisa. Y, horror de horrores, sacó una carpeta con un bloc y un lápìz. Coño de la madre. "le voy a hacer uan serie de preguntas para determinar qué puede ser el problema, y así podemos ayudarlo mejor. ¿Le parece?"
"¿Puedo pedirle algo primero, doctora?", dijo Franklin.
La doctora levantó las cejas "Claro, cómo no."
"¿Podría convertirse en un tipo grande, gordo y ordinario?"
La delicada risa que emitió la doctora tenía la intención de decir "tranquilo, he atendido varios como tú." Lo que Franklin escuchó fue, "Pobre pendejo... como si de verdad con chistes te vas a salvar. Deja que te vayas para que veas los chismes que voy a echar." Y con todo y eso, la imagen de Gretel, su esposa que estaba esperando que cumpliera su labor, fue lo que hizo que se parara en vez de pegarle cuatro gritos, amenazar con demandar y demás.
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Un Farmatodo. Presente.
Franklin había entrado a este Farmatodo cien, doscientas, mil veces. Y entraba como si fuera dueño del sitio. Total, era entrar, conseguir lo suyo, y salir. Pero esta vez, era como entrar en una sala llena de papelón melao. Era difícil entrar. Más difícil caminar. Sentía el peso del récipe que tenía en su cartera. Aunque quizá pesaba más el calendario inexorable que sentía volar sobre él como si la espada de Damocles fuera...
Se encaminó al fondo donde estaba el expendio de medicinas por récipe. El local no estaba lleno a rabiar pero tampoco era el único ahí. Y oh sorpresa --quien atendía era una mujer. Es una señal, se dijo. En realidad morí en mis sueños hace dos semanas, y estoy en el Purgatorio antes de morir. Juro que si salgo de esta, llevaré a mi hija de compras, acompañaré a Gretel a la peluquería... cualquier vaina.
Sacó el miserable papel, que por supuesto estaba escrito en esa extraña mezcla de español y sánscrito que parece ser la regla de todos los médicos. No tenía ni idea de lo que decía, pero sabía para qué era la medicina. "Un vasodilatador", dijo la doctora. Una pastilla de Jesús, pensó (inquietando al católico escondido que había en su cabeza), pues estaba haciendo caminar al caído. Aún no está resucitando al muerto... ¿verdad?
Llegó hasta el mostrador, y la farmaceuta--una morena clara con un poco de sobrepeso y un montón de ladilla encima-- se levantó perezosamente hacia él. "Güenos días, seño", dijo, con todo el ánimo de una vaca preñada, en perfecto español clase media baja, y como dos decibeles más arriba de lo que él hubiera querido. ¿Que las mudas no atienden en las farmacias? ¿Eso no es discriminación? Coñoemadres discriminadores... Ay coño de la madre.... "¿En qué le puedo serví?"
"Bnosdías", susurró Franklin, y rápidamente entregó el récipe. "Undeestosprfavor."
La mujer leyó el récipe, mientras Franklin miraba a los lados a ver si no había nadie lo bastante cerca. Una pareja de ancianos, un chamo que se veía casi tan nervioso como él con una caja de condones en la mano, una mujer toda emperifollada justo al lado de él, un hombre joven en el pasillo detrás. Y fue justo en el momento que volteó que la farmaceuta preguntó, con toda su calma, delante Dios y el mundo: "¿Entonces son dos cajas de Duropal zeñor?"
Franklin volteó hacia ella con ojos que parecían que iban a saltar de sus cuencas y un rostro que en cualquier momento podríoa hacer erupción como un volcán. ¿DURO-pal? ¿Duro? ¿Pal que te conté, quizá? La señora ni se mostró interesada, pero los ancianos --en particular la vieja-- voltearon a mirar a Franklin con una extraña expresión de curiosidad. El hombre joven reprimió una risa; quizá era médico. El chamo al principio no entendía, pero al ver la cara de Franklin y usar una mente evidentemente sucia, sumo dos y dos y también reprimió --con menos habilidad-- una risa. Franklin sintió que su ropa se desvanecía, y, en algún lado, el responsable de que estuviera allí, el amiguito entre las piernas, se encogió aún más. Quedó tan en shock, que simplemente asintió.
La farmaceuta aparentemente no se dio cuenta de la reacción de su cliente. O simplemente no le paraba. Fue, buscó el medicamento, dijo cuánto era. Recibió el dinero, tomó la cajita --con las palabras DUROPAL en letra grande y azul sobre fondo blanco-- y se lo entregó a Franklin --sin una bolsa. Franklin la agarró rápidamente y salió de ahí como si alguien lo estuviera persiguiendo. No se detuvo hasta que llegó al carro y respiró profundo. Procedió a mentarle la madre en yiddish a la farmaceuta con su indiscreción, su bocota floja, y arrancó el carro.
Camino a la casa, procedió a leer la cajita de marras. "Ingiérase por vía oral." No me digas.
"Úses media hora antes de incurrir en actividad sexual." Dios. Ya se veía mirando el reloj y yendo a donde Gretel y preguntando: "Epa. Me activé. ¿Quieres?" Uy, qué romántico. Cada vez más estaba convencido que esto era una mala idea. Amaba proifundamente a su esposa, pero creía que pagar manutención era más sencillo que sufrir lo que estaba sufriendo. Esta vaina no iba a servir, pensaba.
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El consultorio. Dos meses después.
La doctora Gómez llegó a sus consultorio con tres pacientes esperándola. Sonrió su amplia sonrisa que era tan sincera como calmante mientras los saludaba, y le preguntó a la recepcionista si había mensajes.
La muchacha sólo sonrió divertida antes de contestar, "Mensajes no doctora, pero le vino algo esta mañana. Está en su consultorio."
¡Ah pero qué maravilla!, pensó la doctora. Agradeció, entró y se quedó fría.
Su consultorio estaba lleno de globos. De todos colores, tamaños y formas. Habían además dos botellas de vino, una caja de chcocolates y, lo más insólito, un osito de peluche blanco sobre el escritorio. Y el osito tenía un corazón que decía, igual que todos y cada uno de los globos, "gracias" en español, inglés y francés. Gómez nunca había recibido tantos regalos desde que estaba en la universidad. No era su aniversario o su cumpleaños. ¿Qué es esto?
Lo supo cuando vio una nota en el escritorio. Simplemente decía cinco palabras. Pero no necesitaba saber más.
"Doctora: ¡MUCHAS GRACIAS! Franklin Guédez."